Nulla dies sine linea

26 octubre 2009

Vertedero

Desde que mi matrimonio se rompió y aprendí lo que significa la propia autodestrucción lenta e irreparable, yo me dedique a abrir las madrugadas hasta verle la panza al día, muy avanzado. Frecuentaba eso bares que abren cuando los demás cierran, sórdidos agujeros de vidas en colisión, que el tiempo se detiene en la oscuridad. Allí se juntan errantes drogadictos de última hora y también solitarios en busca de refugio.
Ella bebía sola, puesta por la vida en aquél taburete y el carmín en la mirada. Allí aprendió a besar copas de ceniza, brindando con la soledad, buscando en vano que alguien le devuelva los veranos perdidos, viendo pasar los trenes que nunca se cogían, bebiendo nieve por la nariz, escondiéndose de la luz de la mañana, sangrando recuerdos de una vida pasada y lejana. Era hermosa y melancólica. Apenas pude entrever sus problemas.
Colecciono heridas, me dijo, y sin quererlo me uní a ellas con la blasfema tentación de acabar siendo una más. Creo que aún le debo un tajo en el brazo.
Lo que me animó a hablar con ella con descarnada sinceridad sobre mi derrota fue esa sensación que te invade cuando miras a alguien a los ojos y ves en ellos la tristeza instalada, como un parásito adherido, una brizna de esperanza herida.
Nunca la vi fuera de aquel local, pero ella sabía que volvería cada noche y yo sabía que iba a estar en el mismo sitio de la barra, con una copa mediada que nunca dejaba acabar sin reclamar otra. No salíamos a la vez, yo abandonaba el lugar y el sol me daba un puñetazo en los ojos, y dejaba atrás todo lo allí vivido, en ese oasis de autoayuda dentro de lo que eran mis días.
Sus besos dolían, los labios tenían fuego, aceite hirviendo.
Sin saberlo yo soñaba con abandonar poco a poco ese ambiente. Las heridas no son eternas, una mujer no iba a dejarme anclado tatuado a un vaso, pues mi matrimonio ahora lo veo como una constante carrera de convencer, me pase todos los años queriendo mantenerla a mi lado, conseguir que me quisiera, y si al final nos fuimos cada uno por nuestro lado no fue por otra cosa que sus propios deseos y decisión.
Pero iba viendo poco a poco la luz. Sin ningún aviso, me ausentaba varios días del bar; a la vuelta ella no hacía preguntas ni reprochaba nada.
Con el nuevo trabajo y la necesidad de estar más tiempo con mi hijo algo se iluminó dentro de mí y dejé de salir a las noches y de acabar regateando al nuevo día hasta que la hora de comer me pillara borracho.
No sé cual fue el empujón, si acaso tenía que ocurrir así, si lo iba a hacer de todas formas. Tal vez no debimos hablar tanto del pesimismo y de la mala suerte, tal vez no debí contarle mis teorías sobre el perder.
En el mismo lavabo donde tantas veces provocó a la vida se abrió las venas en un último gesto de valor.
Y una vez a la semana tomo una copa en honor a un alma perdida que habita ahora en el calor de alguna estrella. Donde quiera que estés, no me olvido de que viví algo parecido al amor en la admiración de un desastre compartido, y si un te quiero de vertedero, con rosas del suelo de la barra desde donde solo pudimos regalarnos el fracaso.

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