Nulla dies sine linea

13 agosto 2011

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NOTA DEL AUTOR:
Este blog permanecerá inactivo por un tiempo inconcreto. Me voy a mirar, a vivir, a leer. Y volver con la imaginación más desarrollada gracias a las huellas de la experiencia, lo que nos invita a escribir de nuevo, otras historias, nuevos relatos de ficción; pero una ficción que necesita el carburante de unos dedos más firmes y más maduros. Entre lo que capte del exterior y lo que aporte mi interior, labraré más personajes de Estrella Errante. Ahora voy a ver si me encuentro (o me cuentan) algunas ideas.

10 agosto 2011

Tinta emérita

Conocí a Carla cuando era demasiado joven para tener un pasado al que darle la espalda, cuando estaba muy lejos de realizar el ejercicio de hundir el brazo en la oscuridad y sacar a la luz los recuerdos perdidos. La conocí cuando su mirada no era como una cinta de seda alrededor de una bomba.
Me leía las historias que garabateaba con admirable precisión en su libreta de anillas y después me observaba, expectante y en silencio, esperando mi aprobación, mi mirada clarividente, el pequeño comentario o gruñido a modo de visto bueno. Incluso cuando yo aceptaba a regañadientes escuchar sus cuentos, parecía extrañamente satisfecha. Le sacaba algunos años y para ella mi opinión y mi tiempo lo eran todo, con su inocencia de niña que vive el sueño de la literatura.
Con el paso del tiempo recordé enternecido, como recuerdo ahora y recordaré siempre, sus primeras historias que trataban de alcanzar algo que se le escapaba, el incomprendible mundo de los adultos con sus alegrías y pocas miserias, donde todo era fascinante, misterioso, extraño. Retrataba ese lugar llamado madurez como un sinfín de aventuras y vibraciones, con un intento vaticinador que era adorable por lo ingenuo y por el esfuerzo profético.
Esas libretas, aquellas palabras de su puño y letra la vieron nacer y crecer, espiaron sus primeros pasos, escucharon sus primeras voces, y fueron testigos del despertar de su sensibilidad a los riesgos y maravillas del mundo exterior. Y tengo en un prodigioso lugar de la memoria la teoría que su padre le narró una noche y que Carla me dijo. Ésa que decía que la vida es una maleta que vamos llenando, con trastos y objetos que son la experiencia de lo vivido y lo que sabemos y aprendemos, las personas que vamos conociendo, la propia fragua de la personalidad. Ese interior va cambiando, vamos tirando lo que ya no nos sirve, introducimos nuevos complementos, nuevas formas de pensar. El interior de la maleta va transformándose, pero el exterior, la propia maleta, somos nosotros, es nuestro yo más puro, la misma esencia que tenemos desde que nacimos. Y tan sólo esperamos llegar al final sin el equipaje muy lleno, demasiado cargados o con los abalorios que no supimos o podimos desprendernos de ellos a tiempo.
Yo no recordaría este episodio si no me lo hubiera repetido de niño y de mozo hasta la saciedad. Y me recuerdo junto a ella, en la penumbra del inmenso cuarto de estar, absortos en la lectura de sus escritos, que poco a poco iban dando forma y sentido a episodios de otras vidas que nosotros nunca llegamos a conocer.
Porque Carla siguió escribiendo y cumpliendo años, y llegó a ser considerada por algunos certámenes juveniles y de literatura novel como la escritora con más talento y proyección.

La primera vez que huyó de la ciudad lanzándose a territorios agrestres a vivir como una alimaña y permanecía meses a solas con ella misma, todos en su entorno pensaron que lo hacía por satisfacer su gusto. Porque nadie sospechaba que allí en la ciudad llegó un momento en que ni ella entendía lo que hablaban ni era capaz de hacerse entender. Que sus largos períodos sin dar señales de vida era en contraposición con el estruendo de la avaricia, la trampa, la mentira, la cobardía y la lascivia que campean en el mundo. El enigma merecía aclaración que nunca se tuvo. Su mirada no volvió a ser la misma, su semblante era diferente; aquella boca nunca se volvió a abrir para reír de la misma manera. Una nota a pie de página de un libro reproducía una frase atribuida a Frida Kahlo: "El alba siempre está demasiado lejos. Ya no sé si la deseo o si lo que quiero es hundirme más profundamente en la noche".
Supongo que había pagado también su cupo de miedo, y quiero pensar fue feliz mientras desapareció. Tal vez fue el duro choque con la realidad, la imposibilidad de transcribir el dolor, o la conciencia de un hombre envilecido, el contacto con lo humanamente deleznable. Algo moralmente situado en el último peldaño de nuestra especie, lo que le hizo cambiar. Tristes peculiaridades de la condición humana que se deslizan a ras de tierra y que a una mujer de espíritu exquisito le resulta insufrible confesar, dejándolo para ella, al precio de una íntima repugnancia.
Pocos saben de sus actividades, y yo aún leo con deleite los viejos garabatos que una tarde hace muchos siglos me regaló, y me gusta pensar en el esfuerzo de Carla por mantener el equilibrio del relato, aunque ya no los veo como una parte inseparable de sí misma.
Creo que trabaja mucho en una ocupación que no les gusta casi nada. Ella dijo algo de un punto de partida hacia nuevos rumbos. Habló de una etapa de transición. Pero Carla nunca volvió a escribir.



03 agosto 2011

Seguridad

Con diecisiete tenía la estatura perfecta y una belleza que florecía maravillosamente, cada día más exuberante y cálida, abanderada por unos ojos llenos de un mar que era como un sueño azul. La gente se quedaba sin respiración al verla, y los hombres eran como muñecos en la noche. Los dieciocho años deberían haber significado muchas cosas. Con dieciocho podré…Hasta que una chica no llega a los dieciocho….verás las cosas de otra manera cuando tengas los dieciocho. Julia al cumplir esos años únicamente poseía una certeza extraña para su edad. Para ella la mayoría de los chicos no eran nada: ni héroes, ni hombres de mundo, ni modelos de virilidad, ni nada de lo que se había imaginado. Sólo eran fáciles. Los que la atosigaban y también los que trataban de hacerse los duros. Ni siquiera sentía un estremecimiento especial al besarlos, porque era una especie de consecuencia lógica, algo a lo que no se le otorgaba demasiada importancia.

Un día sin número Julia comprendió que nunca volvería a tener veinticinco años, y por primera vez en su vida no se sentía segura de sí misma. Tenía amigas que decían haberse casado por amor y cuya eternidad duró lo que tarda en pasar tres inviernos.
Puede que las personas tuvieran un capital fijo de emociones, y ella había agotado los suyos jugando a ser el objeto de sus cacerías en la bochornosa oscuridad, derrochando energías en romances breves mientras creía que el chico perfecto que esperaba tal vez se hubiera convertido en una proyección de sus propios sueños, una radiante y nebulosa masa de luz.
Por dos veces había tenido ese amor al alcance de la mano, a su cabeza acudían palabras y pensamientos inmemoriales, que aún siguen siendo útiles, que todas las mujeres tuvieron alguna vez, ese estremecimiento que a veces se siente por un hombre que se acaba de conocer, diferente a todos los que se había tratado, con ciertas condiciones que saltan a una primera vista, o que acaso creemos intuir. Pero cuando quiso agarrarlo, cuado se popuso estrechar el brazo sobre esa mano tendida, se descubrió sin fuerzas, carente de ánimo, sin nada que ofrecerle; sólo su experiencia en el juego de manipular y el retorcido arte del mentir. Pero, ¿de verdad había pasado eso? Es inverosímil, Julia lo sabe, la gente lo sabe y la cree. Nadie tan hermoso puede hacer algo verdaderamente malo.