Nulla dies sine linea

05 marzo 2014

Pantallazos (2)



Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido.
Los puentes de Madison 

Míranos, nos engañan como quieren, los 'happy end' de Hollywood, llenándole la cabeza a la gente con la esperanza de que hay alegría y amor más allá del dolor. Quieren ocultarnos muchas veces la verdadera realidad, que significa que un día sin más la voz se acaba, no la volvemos a escuchar jamás, como en esa película que estrenan ahora, Her. Y se terminan sus llamadas, sus confidencias y sus risas. Y cuando se emborrone su sonrisa y se sequen nuestras lágrimas, aún estarán esas otras películas, el espejo en el que se mira la vida; ésas que no quieren engañar ni edulcorar las existencias. El avión donde ella va toma altura y se larga, y tú te quedas abajo, con cara de pasmarote, como Bogart en Casablanca. Punto.
Nuestra ambición, proyectos y orgullos quedan insignificantes cuando el tiempo nos devuelve al suelo. No podemos seguir fingiendo que todo está bien. No es fácil admitir la derrota, dice un personaje femenino en la serie True Detective. No, no es sencillo reconocerse a uno mismo que ha sido vencido, que lo que estaba construido sobre mentiras al final terminó intoxicado por su propia podredumbre.
¿Cuántas toneladas de rutina se es capaz de aguantar? ¿Cuánta pasión real tuvo que dejar atrás Meryl Streep por preservar unida su familia en Los puentes de Madison? Cuántas veces no se despertaría en la noche sangrando de amor, recordando su voz, sus ojos, esas manos que ya no la volverían a tocar nunca.

Es demasiado. Como el peso de las amistades traicionadas. Qué solo se queda Pat Garrett después de matar a su amigo, qué desolación la del oficial ruso visitando la tumba de Dersu Uzala.
Convencernos a nosotros mismos de que no podemos dejar de ser lo que somos, tal como lo hacía Shane en Raíces profundas. Guiar nuestro caballo hacia una estrella errante.
Nos queda apoyarnos sobre un coche a esperar que llegue la mujer, para que pase de largo, y percibir su desprecio. Ahora sé cómo se sentía Joseph Cotten en El tercer hombre, o porqué el niño mudo afirmaba con la cabeza, mintiéndole a ella, diciendo que sí se marchaba con su amor traidor, en Retorno al pasado. Para que ella pudiera seguir hacia adelante, para que no sufriera, para que la vida y el tiempo le dieran la oportunidad de olvidar.
No sé, yo me emociono con esas cosas, me emociono con Nelly y el sr.Arnaud y ese viejo mirando a la chica dormir, también con Jean Simmons mostrándole su hijo a Espartaco crucificado.
Porque al final del camino de la lucha, de la rebelión y de la venganza siempre espera el cementerio, la cárcel o el destierro. Los héroes no sobreviven en las películas de mi vida.
Y es que en la vida real no pasa eso. Te hieren de verdad, te hunden sin pestañear; mira a las personas condenadas al paro, a dormir en los cajeros automáticos, asesinadas en países donde dios aún no ha puesto su mano, o niños violados por los que supuestamente deberían librarlos del mal.  

Pero, si pudiera elegir, me gustaría quedar inerte entre caballos, como el protagonista de La jungla de asfalto. O largarme rechazando el dinero y el reconocimiento mientras lo mando todo a la mierda y a todos al infierno, como el desesperado trotamundos de Quiero la cabeza de Alfredo García.
Como veis, mi idea del cine no es muy amable. Hay que ser vaquero, sí, o soldado de caballería, pero admitiendo que tu final será a manos de los indios, un blanco acorralado en Murieron con las botas puestas.
Incluso John Wayne, que solía salir indemne y a salvo de todos los tiroteos, sabía en la que era su película final que también tenía que ofrecer un testamento en pantalla. Ese hombre viejo y enfermo de El último pistolero, ese héroe de leyenda que se despide de allegados e intenta dejar los asuntos en orden antes de enfrentarse a su última batalla, me sigue produciendo un nudo en la garganta. Yo, de ser Lauren Bacall, también lo amaría a perpetuidad.