Nulla dies sine linea

28 abril 2010

Trabas

Hoy me despierto muy temprano mientras siento los sonidos del resto del inmueble poco a poco inundando mi habitación, cuando los otros pisos comienzan a ponerse en movimiento y la ciudad parece emerger de su letargo, lenta y progresivamente iniciando la actividad, ayudada por la luz, que se extiende más allá de los edificios, donde la hierba crece libre y callada, en una armonía primaveral que contiene algo de silencio expectante, tal vez a la posibilidad de un verano próximo. Busco a tientas la cuerda de la persiana y la elevo ligeramente, permitiendo que algunos rayos de sol bañen tímidamente la estancia, se posen sobre la almohada y las sábanas desechas; y vuelvo a la cama en un estado bastante cercano a la armonía. Vuelto a recibir el calor del colchón mientras la urbe despierta, pienso en todos los nuevos días como éste que me esperan para disfrutar así, desadormeciéndome en reposo, participando del inicio de la jornada, sonriendo interiormente a la libertad y la conciencia de la joven vida.
Cuando termino el desayuno, decido en un momento y cojo el coche, salgo por un desvío hacia carreteras convencionales anexas a la ciudad, aparco en un camino secundario, cerca de una curva donde bajo ella y en extensión el prado ya calienta y las flores hacen gala de su breve reinado. Mientras enciendo un cigarrillo con sumo placer, reflexiono: Conozco lo que es asomarse al abismo pero ahora existe la luz, la tierra firme de la serenidad y lo hermoso de tener el control de los mandos aunque no sepas ni te importe el rumbo ¿Qué me impide moverme y saborear el inicio y el final de los días? Respirar cada brizna impoluta de aire fresco y sonreír cara al viento, caminar, sentir, sosegar… ¿qué me impide vibrar con las notas musicales en mi casa, tomarme la vida con calma, ir despacito hacia el futuro sin que él me atenace ni me condicione? Que pueda percibir el agua en la piel, las nuevas caricias, sintiendo hasta el pulso de la sangre en las venas; y no correr para ir en busca del final de la juventud, allá donde los sueños ya nunca se hacen realidad y la vida se empieza a marchitar en rutinas y fracasos.
Descubrí que nada tiene el poder de ponerle coto a las largas extensiones mentales que, desbordantes, desean existir sin fantasmas, tabiques, angustias que son hipotecas ni recuerdos que son lastres. Planear y ejecutar viajes, conocer otros ojos y reírme con nuevas sonrisas, conversar con los amigos de siempre, ser auténticamente independiente para ir modelando lo que vendrá mientras disfruto ampliamente de lo que tengo. El amanecer de hoy y el de la próxima semana.
Hasta ahora miré mi vida como si lo hiciera desde un catalejo, limitado por los bordes, acotado el paisaje a lo que desde allí podía observar, un reducto que había comenzando a aceptar con resignación y que en realidad ataba el resto de posibilidades, por no querer ni atreverme a salir de él a explorar; y permanecía inmóvil muchas veces devorado por la ansiedad, queriendo adelantar mi propio reloj hacia adelante solamente para conocer el resultado, para disipar las brumas del porvenir; hubiera firmado cerrar los ojos y plantarme ya en la madurez que para mí significaba la resolución de las dudas. Esta madurez en realidad ya fue ayer, será pasado mañana, o no será nunca. No pienso estar allí cuando llegue. Y es que me va a encontrar muy ocupado viviendo.

23 abril 2010

Paredes



Pelayo tenía la sensación de que ya llevaba meses viviendo en una larga ausencia, espesa y uniforme que le pronosticaba el final. El último día de sus vidas (en lo que se refiere a sus vidas como un plural, una forma conjunta, antes de ser simplemente individuos por separado), la miró con esa forma propia que sólo él tenía la capacidad de transmitir, esa manera directa y penetrante que hacía que el corazón vulnerable de ella se congelara y a la vez fuera contusionado por fogonazos, como si el propio hielo ardiese, como si en su interior pudieran vivir los témpanos más descomunales con incandescentes broches que la recorrían de arriba abajo, del mismo modo que un escalofrío recorre nuestra columna vertebral. La miró rodeándolo todo de un gran silencio, de esos profundos silencios que contienen tal carga emotiva que hacen daño aunque puedan sentirlo solo dos, compartirlo de la misma manera que se comparte una derrota.
Él ya sabía que, (ahora si), su vida, continuaba tras esa puerta, y que todo el mundo anterior quedaría allí, en el umbral silencioso de aquella habitación, en las paredes que guardarían por los años sus voces, resonando en la eternidad.
La existencia que le aguardaba era incierta y fascinante, sea como fuere, reconocía con un nudo en el pecho que esa vida sólo podía continuar sin ella, que ya había pasado el tiempo de creer; por eso los ojos y el silencio escondían pequeñas gotas de un dolor, como esa extraña sensación que se siente al acabar de leer una larga novela, en la cual finalmente todo encaja, el cómputo cobra sentido aunque ese puzzle que todo lo resuelve sea en conclusión nefasto para el protagonista.
Allí todo se resolvía en ese epílogo de miradas que clausuraba el libro, el cierre a una historia cuyo autores fueron ellos mismos, escrita a base de besos y pasiones fronterizas, siempre en el límite de la razón y del deseo, de saberse suicidamente alargados hasta consumirse, tal vez conscientes más tarde de la inmensidad de la pérdida, la conciencia de las ausencias.
Pelayo se dejó una chaqueta vaquera que nunca echó en falta. Ella de vez en cuando, en momentos de ansiedad escondida, la miraba, la tocaba, como palpando a través de una línea espaciotemporal una pedazo del pasado. ¡Qué terrible y patético es que tan sólo te quede una chaqueta del hombre que amaste!, salpicada toda ella por su olor, el perfume que él mismo le daba forma y personalidad, que pertenecía como pertenecían sus ojos y su sonrisa y su sentido del humor. Todo ello era un vestigio, que podría ser cubierto, asimilado o, difícilmente, suplantado; pero nunca perdería su capacidad evocadora, su rincón de la memoria y a ella le revolverían las entrañas cada vez que pensase en esa última oportunidad perdida de amar de verdad.
Y es que no hay peor compañero de viaje que el recuerdo, pues se esconde y aparece en sucesivas etapas, se expande o queda arrinconado con cercanía a su final, pero nunca muere; siempre está aposentado rondando en rincones del cerebro y el alma para hacer daño cuando menos te lo mereces, para demostrar que es la vida siempre la que nos daña y somos lo que hemos perdido de la misma contrapuesta forma que somos también los seres que queremos, los amaneceres que hemos visto, los mares que cruzamos, los besos recibidos y prohibidos, las risas con los amigos y el conjunto de sanas o nocivas experiencias a lo largo de los años.
Pelayo tuvo que pasar los posteriores días, los más difíciles, esforzándose por estar normal, por seguir con su actividad y sonriéndole al porvenir e imaginando nuevos viajes y nuevas aventuras; tal vez con el tiempo volvería a creer, no revelándose como un tullido emocional.
Pudieron cruzarse después miles de personas ante sus ojos, pudieron habitar en países distintos y olvidarse con kilómetros de por medio; pero determinadas heridas se revelan eternas y aunque pasaron los años e intentaron por separado buscar sonidos que cambiaran ese silencio y ese olor que les quedó, ya ninguno de los dos se atreveria a tomar de nuevo la espada del verdadero amor, no pudieron hacer nada y detrás de las nubes ya el sol no alumbraba más la playa.

20 abril 2010

Valor

Una simple niña con cerebro en desarrollo, de mirada curiosa y simpáticos rizos. Tenía Elena muy corta edad el día que no recibió una explicación coherente y convincente a sus razonables dudas y dejó de confiar en las vacías palabras de sus captores con supuesto afán educativo, cuando presintió que era la hora de buscar sus propias respuestas con el valiente paso al frente de atreverse a pensar, de intentarlo con todo el coraje de su corazón, aún con las circunstancias familiares y escolares en contra.
Y es que antes de ese día, que en realidad fue un elogioso proceso de madurez, había comenzado poco a poco, pedalada tras pedalada, a ser suspicaz ante aquellos que se convertían con suprema autoridad en jueces morales de los otros, que intentaban controlar los pensamientos y las acciones bajo la permanente amenaza de eternos martirios en un supuesto fuego abrasador. Era inquietante esa forma de inducir al miedo, de instigar la obediencia social, de crear individuos idénticos que aceptaran todos los supuestos ofrecidos con dosis metafóricas que imposibilitaban cualquier apelación al raciocinio. También tras comprobar como bastantes de sus amigas que ingenuamente comulgaban con ruedas de molino aplicaban después esas creencias y “rectitudes” a la manera que mejor les convenía, en una hipocresía que pese a contar con pocas primaveras, Elena ya vislumbraba con esa innata desconfianza; y pudo corroborar años después que la fe de sus amigas, esa que nunca supieron explicar ni esperaron tampoco una explicación, tan sólo era una excusa para mantener limpias sus conciencias, pertenecer a un estrato social o aferrarse al clavo ardiendo y al último refugio de las supersticiones, allí cuando la vida más cuesta arriba se ponía.
Miedo, en efecto, temor a la oscuridad que prosigue a la muerte, pánico a lo desconocido y a lo que se escapa a nuestro control.
Aunque desde bien pequeña le prometieran la divinidad y el paraíso a cambio de la confesión y el perdón, pronto tuvo la incontrolable necesidad de sospechar que la luz debería estar en otra parte, lejos de ese jugoso y tan lucrativo negocio; tal vez en la observación del mundo y de sí misma, tal vez en aquellos libros que desde las estanterías la llamaban a la insumisión del pensamiento, que de ninguna manera el conocimiento humano podía ser encorsetado entre tan magnánimas palabras atravesadas todas ellas por símbolos que no alcanzaba a descifrar ni a encontrarles utilidad. Aquellos libros, donde descubrió el pasado de poder y tortura de la gran máquina inquisidora, donde supo del asesinato sistemático del discrepante y el histórico ansia de poder y muerte. Aquellos libros, maravillosos transmisores del conocimiento, de los que ahora tan grato recuerdo guarda, donde también aprendió, a base de empeño y también sufrimiento por oponerse a todo su entorno, que una de las expresiones más hermosas de nuestra lengua es librepensador, tener la capacidad de que la vida y las lecturas te enseñen otros caminos al margen de los preestablecidos, siempre mediante un sistema implantado a base de manipulación sutil y prematura, que coarta la razón y engloba a todos los integrantes en el mismo saco, obligados a aceptar determinadas doctrinas sin posibilidad alguna de divergencias.
A ella jamás le gustaron las jerarquías, los rediles, ni muchos menos las imposiciones; sus principios no respondían al nombre de algo sacro ni sus valores estaban regidos por ninguna invisible fuerza divina; por eso según se iba desengañando decidió que sería individuo y no masa, llegó a la determinación que las personas nacen libres y puras y es la educación junto con los estímulos del entorno recibidos lo que las condicionan y modelan, que tendría la suficiente fuerza vital y personalidad para no dar nada por supuesto sólo porque sea repetido hasta la saciedad por los infatigables controladores de mentes, los inteligentes y perversos labradores de futuros adultos idiotizados que repitan al unísono consignas cuyo verdadero significado desconocen y por cuya ciega defensa siempre estarán dispuestos a derramar sangre.

17 abril 2010

El lado mudo




Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
Cesare Pavese

Ahora que aún me queda algo de lucidez en este túnel que se hace longevo y siento alta mi estima y no tengo deudas que cerrar ni necesidad de guardarme nada, voy a contar cómo la conocí y el periodo que se desencadenó hasta que mi mente se hizo a la idea de otorgarle un lugar primordial en los recuerdos. De esos recuerdos que habitan dentro de la parte más silenciosa de uno mismo, de los que nunca se habla pero viven perpetuamente en los lugares más mohínos de nuestra cabeza, huéspedes perpetuos de nuestra hermética razón que en buena parte conforman lo que somos.

Yo andaba por la línea del ecuador de la cuarentena, y a su vez acababa de traspasar la delicada línea que separa una comodidad de una derrota. Otro fracaso previsible, sólo lo vi cuando ya se presentaba enorme, como una monstruosidad apunto de golpearnos. Por eso la etiqueta de “previsible” pude ponérsela al reconocerla después, analizando con el necesario respiro que ofrecen la distancia y el tiempo, embotado en los pensamientos en el luminoso vagón de un tren. Tren que me llevaba de una ciudad que ya me era extraña y desconocida a otra por conocer, y en mi maleta de chacal había folletos y planos y un nuevo trabajo y una nueva vida. Pero mis aspiraciones se reducían a dejar las cicatrices seguir su curso, su largo y desdeñoso proceso, habitualmente marcado por una desesperante lentitud.
Pero como nunca pude ponerme de acuerdo con la vida a la hora de escoger los momentos, y siempre me sorprende y me fascina con sus caprichos, vueltas y hecatombes, allí estaba ella, pasajera de los asientos al otro lado del pasillo, paralela de dos mundos tan distantes. Irradiaba singularidad, destilaba indiferencia hacia su entorno y un aura de intriga parecía desarrollarse sobre su perfil. Lo que provocó el primer y acertado impacto fue que estaba leyendo a Burroughs, y me llamo poderosamente la atención en una chica tan joven, con esa armoniosa cara y el semblante sereno, portando sobre su regazo un libro de un habitual habitante de las tinieblas y de lo intangible. ¿Me encontraba ante una soñadora difícil de clasificar?, ¿una amante de los equipajes mentales y de la droga?, ¿una solitaria y precoz profesional del delirio y de la aguja? O algo más inquietante, una dócil muchacha aficionada a cierto tipo de perversidades. No sabía aún otorgar una definición con pretensiones de acierto, pero pude sentir en mi interior el incontrolable impulso de la curiosidad que necesita ser saciada. Me senté junto a ella y mi tarjeta de presentación fue una media sonrisa y un comentario sobre El almuerzo desnudo. No sé si supo enseguida intuir calidez por debajo del grisáceo pelo y adivinar mis ojos amables pese a la dureza del que ya nada espera, pero me ofreció una conversación atravesada por los raíles del viaje y a cada palabra y mirada directamente a su rostro iba entrando en un estado de ensoñación que sólo puede asemejarse a los primeros síntomas del embaucador enamoramiento, pero aún tan prematuro que no podría otorgarle esa categoría por horas de un recorrido alucinante sentado junto a aquel juvenil descubrimiento. Llegamos al final del trayecto con mismo destino en similar ciudad, y sin decir nuestros nombres el primer hotel decente que encontramos fue testigo del tremendo subidón del amor, cuando no necesita más explicaciones. Poseía una boca que reclamaba a cada vistazo ser besada. Tierna y ardiente, manaba de su piel el incontrolable olor de las pasiones que convertía la estancia en un aire electrizado y desbordante. Fue un torbellino glorioso, una necesidad que había comenzado en el vagón de un tren y la curiosidad por un libro terrible en manos que desentonaban. Sobrevinieron días ciertamente extraños. Una mezcla de estupefacción e ironía de incredulidad. Algo nos parecía advertir de estar atrapados, de necesitar vernos con más y más persistencia, aunque la mutua ignorancia fuera una coartada que tarde o temprano debía venirse abajo. Supe que era incondicional amante de la literatura pero ante todo amante de renovar la existencia y de no pedir permiso para actuar como deseaba.
No quería contarle de mi vida, de los años del dolor, de la cercanía surrealista de Lautréamont en periodos oscuros, de la imposición de olvidar y mis escarceos con las más sórdidas barras de bares y el descenso a esa soledad de la que tan gratamente se regresa y se vuelve en intervalos en los que empiezas a percibir que lo único que de verdad merece la pena es el amor. No deseaba hablarle de nada de eso, pero determinadas heridas invisibles al físico son visibles a través del alma, y esas apenas se pueden esconder. Creo que ella las veía sólo con mirarme, y se abrazaba a mí como reclamando una redención. Al final, impulsado por el envalentonamiento del más profundo delirio pasional, cedí. Me abrí a ella, compartimos todo, confidencias e interminables noches de sexo, hemorragias del pasado y pensamientos íntimos de nosotros mismos, la laxitud del amor cuando agotados llega el amanecer, su lozana necesidad de experimentar con la vida a la que yo también me unía aunque viera sin mirar al cercano aliento del medio siglo. Diferencia de edad que sin embargo parecía que marcaba nuestras convergencias, formas similares de encarar la vida, acuerdo total en lo fundamental, una madurez bien entendida por una joven que registraba años en realidad no acorde con su forma de ser, una mujer capaz de deleitarme con los conocimientos más asombroso que yo a su edad apenas intuía. Seguía leyendo recostada sobre mi pecho pero nunca nos olvidamos de vivir. Durante intensos meses vislumbré la felicidad más absoluta, aposentados en esa ciudad, queriéndonos de una forma anónima pero nunca clandestina, pues a nadie conocíamos y a nadie se le ofrecían explicaciones sobre ese idilio. No pensaba, no me sentía como un hombre apurando su último cartucho; sólo podía ver el esplendor, el aliento, su magnífico cuerpo labrado por algún escultor caprichoso, el piso que compartíamos y esa magnífica sensación de despertarte y no poder saber que estás contemplando la prórroga que se le concede a tu propio ocaso.
Todo estalla y se muere. No sé si fue a raíz de que ella se obsesionara con adaptar mi personalidad a la de Philip Marlowe o que deseara conocer más personajes reales que se adaptarán a sus ficciones.
Muchos desastres acuden sin explicación aparente, del propio mal uso o de acciones cotidianas y genéricas cuyo análisis obligaría cubrir páginas enteras, pero nunca sería tan ruin de echarle la culpa al destino. Pues es intrascendente ya la exactitud de la fractura. La dejé marchar, nos dejamos marchar, la dejé de querer o me dejó de querer aún en contra de nuestra voluntad. Porque era demasiado suya, demasiado ella como para pertenecer a nadie. Lo comprendí con una resignación bastante acorde a mi historial. Fueron años de inmensa felicidad que permanecen inmarchitables. Pero tales sensaciones inmensas reclaman un final, siempre. Y son guardados en la memoria para instantes como éstos.
No es información fiable pero creo que unos años después se casó con un tipo cuyo nexo de unión fue la mutua pasión por Onetti; tal vez la tristeza les llamó para juntarse. Quizás por eso él la mató. Aunque carece de la más mínima importancia ya que había desaparecido de mi existencia mientras continuaba mi propio proceso de deterioro. Pasó mucho tiempo y otras amantes de vida corta se sucedieron, pero nada parecido a la bella que sobrevivía entre páginas de libros y nuestra propia, amarga y feliz realidad.

Rememoro ahora que me queda algo de lucidez aposentado en un cuerpo arrugado y casi me definiría como decrepito. Un anciano sentado sobre su silla de ruedas que piensa en ella mientras una manta puesta sobre las piernas lo cobija del frío. Ese frío ascendente que sólo sentimos los viejos porque nuestros huesos y nuestra conciencia empiezan a estar heladas. No estoy desvariando, eso quiero que quede fuera de toda duda: sé que existió y vivió en mí. Y sé que ni en el preciso momento del final se me irá de la cabeza su mirada.

11 abril 2010

Palidecer

Aunque siempre apuesto a caballo perdedor, supongo que en esta ocasión ya no me impresionan las vidas que me lleves de ventaja y la insensata certeza de que conoces mejor que yo los mecanismos de la macabra rueda. Callo para no decirte que mi lista de fracasos ha perdido la cuenta aceptando cualquier natural esfuerzo por olvidar como algo obligatorio y asumible.
A pesar de los resecos labios con heridas, a pesar de los últimos besos agónicos rodeados de mentiras, sigo percibiendo con renovada ilusión ese aroma fresco que emana de tu piel y esa húmeda pasión de tu boca que ejerce de impetuoso rescate. Como recambiar cada día una viejas bujías oxidadas, como ponerle aliciente a cada nuevo domingo y que recorras mi cuerpo con besos restaurados que ayuden a olvidar el inmenso peso de tantas traiciones. Nos precipitamos y se comienza a avanzar con zancadas imparables hacia otro nuevo te quiero y una caricia que reviente un amanecer que se presentaba solitario.
Sólo espero de nosotros mantener siempre la sonrisa sin llegar a quemar del todo las últimas arrugas de la existencia. Que seas eternamente bella junto a mí. Que no nos abandone nunca ese deseo de vivir, esa resplandeciente ilusión de los veinte años, que tengamos siempre el desparpajo y la gracia que nos hace noche tras noche bebernos la vida por delante. Que nunca llegue la resaca, que el fascinante encanto no se rompa, que nuestra noche sea una eterna brisa entre luces de cielos estivales, y la realidad no nos golpee en el rostro para fragmentar con furia el espejo donde vivimos este ensueño inesperado.
El alcohol y el pasado no son lo bastante fuertes para quebrar esta unión que sin saberlo intenta sobrevivir a viento y marea. Pero conozco como funciona esto de (con) vivir. Ojalá nadie nos quite la manta en los inviernos del frío que vendrán, y guardemos siempre reverencia por nuestros cuerpos y no haya necesidad de llorar con impotente rabia por lo que se tiene, pues conservar lo logrado siempre es una ardua tarea que no encuentra comparación con no hacer hincapié a lo que nunca se tendrá. Vigilo como ave que lleva el diablo que terceras personas no obstaculicen nuestro suicida romance, ni siquiera aquellas que avanzan desde el pasado para hacerse insensatamente presentes. Mantener el fuego requiere el empeño de los dos y la complicidad de los años, resistir a tanto desencanto y tantas dudas y tanto miedo que engrasa las discusiones cotidianas y el eterno elixir del paso del tiempo, tan consciente de que desgasta lo perfecto.
Me miras directamente con ojos lacónicos. Y me vuelco dolorosamente sincero contigo. Me acompañas medianoche tras medianoche en una danza de licores y pasiones. Te enrollas a mi espalda y reclamas besos bañados por whisky y un infantil impulso de fracturar ambientes con nuestra destacada presencia. Vivimos como si no existiera mañana, pero es una realidad que nuestra juventud no durará siempre, y después, cuando cierren las puertas de los últimos bares y se destiñan los vestidos de las graduaciones, cuando ya no se oiga el eco de los tacones y los hielos se hayan derretido por completo, cuando los años dorados sean un verso en el tiempo, entonces te aseguro quedaremos a la intemperie, y es ahí cuando se demostrará si lo nuestro fue voluptuosidad del espejismo de la juventud o algo que es capaz de resistir lo gélido del alma cuando la orquesta ya ha terminado de tocar y los últimos noctámbulos bailarines ya se recogen en sus casas.

05 abril 2010

Eternizarse

Raquel aún recuerda con impresionante desazón, pese al paso de los años desde la primera vez que la vio, la profundamente descriptiva y melancólica mirada a la vida de aquel hombre derrotado en el final de ‘Fat City’, sin concesiones al optimismo o algún atisbo de triunfo que alivie de sordidez y tristeza al espectador de una película que muestra lo más jodido y real de un mundo amargo que lo pueblan demasiados habitantes de barras de bares que son tugurios, y sudor frío en la resaca de las esperanzas inexistentes pero con el valor de continuar jornada a jornada.
De miradas y planos congelados se nutre cada día el destino. De últimas llamadas al amor que se desvanece, súplicas o amenazas de deseos donde no tienen cabida las palabras aunque retruenen en el silencio. Sólo hay que mirar con atención e intuir para poder contar esos momentos:
Alba tenía pedacitos de mugre dentro de las venas al ver en los desalentados ojos de Daniel que estaba en peligro los últimos pedazos de un amor que lentamente se desvanecía por cansancio, agotamiento y el mal uso prolongado. Fue una revelación, algo que le señalaba que urgía un inminente cambio de rumbo si no deseaba perder para siempre ese brillo agonizante.
El directo y sobrecogedor último beso que Andrés le dio a una altiva Susana en plena calle justo después de insultarse con destreza tenía toda la carga de una dolorosa despedida. Se lo estampó con rabia contenida, con furia acumulada y el convencimiento de que se alejaba por su propio bien de la mujer que tarde o temprano acabaría por destruirle. Pero antes de doblar la esquina giró sobre sí mismo y vio lágrimas en las mejillas de la amante integra y perniciosa.
Una mirada de brutal deseo a punto de desatarse fue el detonante para Clara. Cuando ella vio ese candor manar del gesto de Alberto se encendió de un fulminante impulso, dejándose llevar por sus instintos y recibiendo todo el fragor que su mirada vaticinaba. Dos cuerpos unidos por el intercambio erótico de los ojos.
Pablo se pasó todo el tiempo de su romántica y desproporcionada, y por lo tanto inviable, relación con Sandra intentando escrutar su alma y en espera de conocerla. Podía tenerla a su lado, podía tocarla y sentirla, dormir junto a ella, pero no tenía lo más importante, no conocía la esencia total de su corazón y de su mente, no podía eternizarse ante una persona que le intrigaba de esa manera. Por eso por la noche, cuando sentía la acompasada respiración de su sueño, se dedicaba a observarla, pensando en su complejidad grotesca y su laberíntico mundo de mujer.
El tiempo que se detiene, el verso que seduce sin nombrarse, la ilusión ascendente, el choque de personalidades o el anhelo de una definitiva batalla se dictan a través de las miradas y los gestos. Planos finales de existencias propias y ajenas que John Huston captaría con mano firme, sensible y maestra.