Nulla dies sine linea

17 abril 2010

El lado mudo




Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
Cesare Pavese

Ahora que aún me queda algo de lucidez en este túnel que se hace longevo y siento alta mi estima y no tengo deudas que cerrar ni necesidad de guardarme nada, voy a contar cómo la conocí y el periodo que se desencadenó hasta que mi mente se hizo a la idea de otorgarle un lugar primordial en los recuerdos. De esos recuerdos que habitan dentro de la parte más silenciosa de uno mismo, de los que nunca se habla pero viven perpetuamente en los lugares más mohínos de nuestra cabeza, huéspedes perpetuos de nuestra hermética razón que en buena parte conforman lo que somos.

Yo andaba por la línea del ecuador de la cuarentena, y a su vez acababa de traspasar la delicada línea que separa una comodidad de una derrota. Otro fracaso previsible, sólo lo vi cuando ya se presentaba enorme, como una monstruosidad apunto de golpearnos. Por eso la etiqueta de “previsible” pude ponérsela al reconocerla después, analizando con el necesario respiro que ofrecen la distancia y el tiempo, embotado en los pensamientos en el luminoso vagón de un tren. Tren que me llevaba de una ciudad que ya me era extraña y desconocida a otra por conocer, y en mi maleta de chacal había folletos y planos y un nuevo trabajo y una nueva vida. Pero mis aspiraciones se reducían a dejar las cicatrices seguir su curso, su largo y desdeñoso proceso, habitualmente marcado por una desesperante lentitud.
Pero como nunca pude ponerme de acuerdo con la vida a la hora de escoger los momentos, y siempre me sorprende y me fascina con sus caprichos, vueltas y hecatombes, allí estaba ella, pasajera de los asientos al otro lado del pasillo, paralela de dos mundos tan distantes. Irradiaba singularidad, destilaba indiferencia hacia su entorno y un aura de intriga parecía desarrollarse sobre su perfil. Lo que provocó el primer y acertado impacto fue que estaba leyendo a Burroughs, y me llamo poderosamente la atención en una chica tan joven, con esa armoniosa cara y el semblante sereno, portando sobre su regazo un libro de un habitual habitante de las tinieblas y de lo intangible. ¿Me encontraba ante una soñadora difícil de clasificar?, ¿una amante de los equipajes mentales y de la droga?, ¿una solitaria y precoz profesional del delirio y de la aguja? O algo más inquietante, una dócil muchacha aficionada a cierto tipo de perversidades. No sabía aún otorgar una definición con pretensiones de acierto, pero pude sentir en mi interior el incontrolable impulso de la curiosidad que necesita ser saciada. Me senté junto a ella y mi tarjeta de presentación fue una media sonrisa y un comentario sobre El almuerzo desnudo. No sé si supo enseguida intuir calidez por debajo del grisáceo pelo y adivinar mis ojos amables pese a la dureza del que ya nada espera, pero me ofreció una conversación atravesada por los raíles del viaje y a cada palabra y mirada directamente a su rostro iba entrando en un estado de ensoñación que sólo puede asemejarse a los primeros síntomas del embaucador enamoramiento, pero aún tan prematuro que no podría otorgarle esa categoría por horas de un recorrido alucinante sentado junto a aquel juvenil descubrimiento. Llegamos al final del trayecto con mismo destino en similar ciudad, y sin decir nuestros nombres el primer hotel decente que encontramos fue testigo del tremendo subidón del amor, cuando no necesita más explicaciones. Poseía una boca que reclamaba a cada vistazo ser besada. Tierna y ardiente, manaba de su piel el incontrolable olor de las pasiones que convertía la estancia en un aire electrizado y desbordante. Fue un torbellino glorioso, una necesidad que había comenzado en el vagón de un tren y la curiosidad por un libro terrible en manos que desentonaban. Sobrevinieron días ciertamente extraños. Una mezcla de estupefacción e ironía de incredulidad. Algo nos parecía advertir de estar atrapados, de necesitar vernos con más y más persistencia, aunque la mutua ignorancia fuera una coartada que tarde o temprano debía venirse abajo. Supe que era incondicional amante de la literatura pero ante todo amante de renovar la existencia y de no pedir permiso para actuar como deseaba.
No quería contarle de mi vida, de los años del dolor, de la cercanía surrealista de Lautréamont en periodos oscuros, de la imposición de olvidar y mis escarceos con las más sórdidas barras de bares y el descenso a esa soledad de la que tan gratamente se regresa y se vuelve en intervalos en los que empiezas a percibir que lo único que de verdad merece la pena es el amor. No deseaba hablarle de nada de eso, pero determinadas heridas invisibles al físico son visibles a través del alma, y esas apenas se pueden esconder. Creo que ella las veía sólo con mirarme, y se abrazaba a mí como reclamando una redención. Al final, impulsado por el envalentonamiento del más profundo delirio pasional, cedí. Me abrí a ella, compartimos todo, confidencias e interminables noches de sexo, hemorragias del pasado y pensamientos íntimos de nosotros mismos, la laxitud del amor cuando agotados llega el amanecer, su lozana necesidad de experimentar con la vida a la que yo también me unía aunque viera sin mirar al cercano aliento del medio siglo. Diferencia de edad que sin embargo parecía que marcaba nuestras convergencias, formas similares de encarar la vida, acuerdo total en lo fundamental, una madurez bien entendida por una joven que registraba años en realidad no acorde con su forma de ser, una mujer capaz de deleitarme con los conocimientos más asombroso que yo a su edad apenas intuía. Seguía leyendo recostada sobre mi pecho pero nunca nos olvidamos de vivir. Durante intensos meses vislumbré la felicidad más absoluta, aposentados en esa ciudad, queriéndonos de una forma anónima pero nunca clandestina, pues a nadie conocíamos y a nadie se le ofrecían explicaciones sobre ese idilio. No pensaba, no me sentía como un hombre apurando su último cartucho; sólo podía ver el esplendor, el aliento, su magnífico cuerpo labrado por algún escultor caprichoso, el piso que compartíamos y esa magnífica sensación de despertarte y no poder saber que estás contemplando la prórroga que se le concede a tu propio ocaso.
Todo estalla y se muere. No sé si fue a raíz de que ella se obsesionara con adaptar mi personalidad a la de Philip Marlowe o que deseara conocer más personajes reales que se adaptarán a sus ficciones.
Muchos desastres acuden sin explicación aparente, del propio mal uso o de acciones cotidianas y genéricas cuyo análisis obligaría cubrir páginas enteras, pero nunca sería tan ruin de echarle la culpa al destino. Pues es intrascendente ya la exactitud de la fractura. La dejé marchar, nos dejamos marchar, la dejé de querer o me dejó de querer aún en contra de nuestra voluntad. Porque era demasiado suya, demasiado ella como para pertenecer a nadie. Lo comprendí con una resignación bastante acorde a mi historial. Fueron años de inmensa felicidad que permanecen inmarchitables. Pero tales sensaciones inmensas reclaman un final, siempre. Y son guardados en la memoria para instantes como éstos.
No es información fiable pero creo que unos años después se casó con un tipo cuyo nexo de unión fue la mutua pasión por Onetti; tal vez la tristeza les llamó para juntarse. Quizás por eso él la mató. Aunque carece de la más mínima importancia ya que había desaparecido de mi existencia mientras continuaba mi propio proceso de deterioro. Pasó mucho tiempo y otras amantes de vida corta se sucedieron, pero nada parecido a la bella que sobrevivía entre páginas de libros y nuestra propia, amarga y feliz realidad.

Rememoro ahora que me queda algo de lucidez aposentado en un cuerpo arrugado y casi me definiría como decrepito. Un anciano sentado sobre su silla de ruedas que piensa en ella mientras una manta puesta sobre las piernas lo cobija del frío. Ese frío ascendente que sólo sentimos los viejos porque nuestros huesos y nuestra conciencia empiezan a estar heladas. No estoy desvariando, eso quiero que quede fuera de toda duda: sé que existió y vivió en mí. Y sé que ni en el preciso momento del final se me irá de la cabeza su mirada.

1 comentario:

Clementine dijo...

"No deseaba hablarle de nada de eso, pero determinadas heridas invisibles al físico son visibles a través del alma, y esas apenas se pueden esconder. Creo que ella las veía sólo con mirarme, y se abrazaba a mí como reclamando una redención."

Me encanto cada palabra, cada frase, la forma que tienes de escribir e hilar la historia. Me sobrecogió desde las primeras palabras y el final... sin palabras. Intenso, puro, de ese amor que nunca se olvida. Escribe más a menudo. Me gustan este tipo de historias de amor, con final en la vida, pero no en el recuerdo.

Un beso