Nulla dies sine linea

05 junio 2017

Cielos


 
 
Se fue en la misma fecha en que se fueron las nieves. Había llegado a mi vida con la atmósfera otoñal, brillante y cortante, y cuando los últimos restos de hielo abandonaban las aceras y despejaban los campos, ya sólo me quedaba el recuerdo de sus ojos, de un azul eventual y oceánico, sobre el semblante hermético de su rostro eslavo. Dejando para mí únicamente la soledad, el silencio dramático de las estancias de repente vacías de su presencia, lo impersonal ahora de esta vivienda en que transcurrieron algunos de los días más atormentados y más queridos de mi vida.

Era guapa, espontánea y agradable, pero también impúdica, segura de sí misma, viciosa y depravada. Deseaba su cuerpo, me hacían reír sus bromas, me atraía la carnalidad de cada uno de sus movimientos, aquella boca que chupaba y mordía con suavidad, los muslos prominentes de factura soviética entre los cuales yo me deslizaba con inquietud y placer.
Había en ella tanta juventud orgullosa que todas las locuras del mundo le parecían permitidas. Como una niña consentida en exceso ante la mirada benevolente de un padre también estupefacto. Como un sueño salvaje y místico, fueron también las largas noches de vodka y confidencias que precedían al hermoso delirio de amanecer entre estufas y campos blancos; lo insaciable de su deseo, mientras pensaba: ella sería siempre demasiado lo que Sara nunca sería bastante. Un éxtasis poblado de quimeras sin analogía ni precedente.
Asumíamos la certeza de acabar con aquello antes de llegar a la realidad miserable de cualquier pareja, con su egoísta estrechez de miras, para quien el amor es un feliz engaño al que uno se somete de buena gana. Sólo éramos el contacto de los cuerpos con almas incandescentes, fuego que se enciende porque sí y se extingue no se sabe por qué. O eso creíamos manejar, una hoguera que ardía bajo la oscura faja circular del mundo, que era cruel y todopoderoso testigo de nuestras pasiones. No existía pasado ni esperábamos un futuro, pero en mi creciente obsesión tenía celos retrospectivos de quienes habían entrado antes que yo. Los que me habían precedido en ese cuerpo causante de mis desquicios.

Y me asfixiaba el clima con ese cielo monocromo, húmedo y obsesivo. El sol que salía esos días era del color del acero. Y sobre esa locura perfecta a veces brillaba un cielo de diciembre, claro y glacial, mientras una crisis violenta se preparaba sobre la superficie gélida de esa atmósfera invernal.
Hubo un intercambio de palabras imposibles de enmendar. Una madrugada de violentos impulsos, ruido de cristales de botellas, rotas. Zarandeos por el suelo. Ella puso una rodilla sobre mi pecho y el tibio filo sobre mi garganta, apretando con firmeza para hacer hincapié en la determinación de sus palabras. “Hoy no te mato porque no quiero, así que me debes una vida, imbécil”. Y pude ver en el espejo intenso de sus ojos el miedo reflejado de los míos, mientras apoyaba con mano firme la hoja del cuchillo y un hilillo de sangre, fino como una lombriz roja, serpenteaba cuello abajo.
Le apreté las muñecas y retorcí su brazo hasta hacerle soltar el acero, golpeando con dureza su rostro con el reverso de mi mano, esperando ver tal vez la perplejidad trágica reflejada en su hermosa carita enfrebrecida, pero sólo manifestó una pequeña y sombría sorpresa, y su sonrisa perversa precedió un arrebato de sexo con agresividad y desesperación, como si todo pudiera tener cabida en este recinto, la muerte y la vida desatada, la violencia y la feroz acometida sobre los miembros, como entes que se dan la mano en un peligroso ritual de sangre derramada y fluidos corporales, dos cuerpos de movimientos homicidas unidos en precaria tregua.

A la mañana siguiente la Europa del Este se presentaba más desoladora para mí, como si todo un mundo de desamparo se extendiera más allá del hueco de su cama vacío, el recuerdo hecho a base de detritos de mi propia sangre, y aunque era mejor así y siempre asumí que no podía durar, sin embargo, sabiendo que se ha ido a otras casas y en brazos de otros hombres, se avivaba el deseo cuando pensaba que otros obtendrían parcelas de ella que habían sido mías. Y aquella confusión de sentimientos era a la vez incoherente y dolorosa. Hurgando sitios de mi memoria que he recorrido otras veces, agarrándome a la honda consternación de haberme instalado a perpetuidad en la fría tiniebla previa al amanecer, confinado en esta estancia sin persianas.
Así habito aquí, anónimo y silencioso, sin tan siquiera un nombre mecanografiado en el buzón. El clase de hombre que un día se desvanece como una mota flotando en el aire. Tipos a los que las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos.
Hay un cielo de color porcelana, opresivo de nubes, inalterable hasta que llega la noche y salgo a la intemperie, nunca es del todo primavera por estas latitudes, por lo que espero la madrugada en un vecindario desalojándose y finalmente desierto, tiritando de frío y de indecible ansiedad y buscando alguna estrella errante en la negra faz del firmamento.