Nulla dies sine linea

02 septiembre 2008

Recuerdo


Cuando las luces se apagan y todo se pudre de ese silencio, se recuesta en la cama y repasa sus últimas vivencias, los días que vivió junto a sus seres queridos. Le llena de felicidad relativa recordar el verano que pasaron juntos, el último, cuando ella se ponía aquel mandilón para las barbacoas y estaba tan bonita con el pelo recogido. Piensa en su infancia y su colegio, el día que el niño del coro se puso a llorar, las tardes al sol pegando patadas a un balón y su primer contacto con algo muy parecido al amor, mostrado en los dulces labios de una adolescente. El día que su padre le pilló con su primera borrachera y las noches de verano en aquel cine al aire libre son solo algunos de los recuerdos que hacen que su decisión se fortalezca. Piensa en lo que odiaba las comidas familiares de Navidad, y sin embargo, los felices que eran todos, su primo pequeño poniéndose colorado por culpa del exceso de cava y su madre cantando horrendo villancicos. Mientras el compañero de habitación se mueve inquieto, vuelve a pensar en ella. En sus zapatos rojos, en la pureza de su cara recién duchada, en el día que hicieron el amor en esa senda del bosque, en su banco con vistas al mar, los paseos al atardecer y las pequeñas discusiones que finalizaban en abrazos. Siempre tendrá eso. Y cuando las luces se apagan y todo se pudre de ese silencio, se recuesta en la cama, pues las noches son muy largas en un hospital. Ha aceptado que ese tumor será más fuerte que él, que le va a devorar y ha querido morir con la misma dignidad que ha vivido. No les daría, ni a los médicos que pudieran guardar en su ser algún tipo de sadismo oculto, ni a los sacerdotes que no creen en nada más que en su propia mentira, el placer de verlo llegar hasta el final sin una pizca de orgullo, totalmente inerte y agonizando sus últimos días. Llegado el momento, el mismo daría un último repaso a su existencia y pondría fin a todo aquello. Cuando ella llegó al hospital, el dormía. Habían tenido una bronca dos días antes de que se le diagnosticara la enfermedad.
“Nos ha dicho que no quiere que entre, señorita”.- Fueron las palabras de aquel médico- “No nos ha dado más información, pero si usted es Carolina, no puede entrar, y es deseo del paciente”.
Seis días después aquel chico que no había llegado aún a la treintena terminó su vida ingiriendo catorce pastillas de la quimioterapia una detrás de otra. Nadie le daba una semana más de vida, pero le habían advertido que los últimos días serían los peores. Quiso evitar ese capítulo de un viaje sin retorno y decidió sobre su destino antes que ningún cuervo ensotanado le pidiera explicaciones. El último sentimiento de ella mientras él vivía fue de resignación, de cabreo cercano al odio. Se le había impedido verlo, poder decirle todo lo que había ensayado, y había sido una decisión suya que no entendía. Lo último que él escucho, de la boca de su mejor amigo, relativo a la mujer que siempre amó fue que ya no lo quería, y no era cierto, pero ella fue excesivamente cruel y le traicionó el raciocinio en una situación extrema. Pero algo se le derrumbó en el corazón cuando, su mejor amigo Pedro, le dijo dos días después: “No quería que entraras, porque no quería que lo vieras así, solo deseaba que siempre lo recordaras tal y como era”.

Digerir


Hace muchos años, antes de marchar, echó un último vistazo a todo lo que había sido su vida durante ese tiempo: Los discos, sus regalos, el álbum de fotos que contenía tantos de recuerdos de felicidad fotografiada…sintió como se moría por dentro, como algo muy profundo se desangraba. Sabía que parte era culpa suya, que no hizo nada cuando intuyó que el amor se le desvanecía por los poros, cuando veía su rostro indiferente y vivía las largas cenas en silencio. Pero no le daría una tregua al desazón. “Guarda tus derrotas para ti, digiérelas, aprende de ellas, pero mantén intacta tu dignidad, nunca cedas”- las palabras de su padre resonaban en su cabeza. Su padre fue un hombre que jugó toda su vida ser un perdedor. Su alma estaba reventada por las derrotas y él se lucraba de ellas. Sabía muy bien lo que él quería decir con esas palabras. Su madre lo dejó cuando él aún era pequeño y lo había visto en casa. Y sabía lo que le esperaba ahora: Sentir como te abrasas por dentro, ahogar las penas en noches terribles de alcohol y delirio, tragarte tu dolor, revivir de él, pero nunca dejar que te abandone el orgullo, nunca suplicar un regreso, nunca mostrar tus cartas, nunca dar la lamentable imagen de un hombre desperado hundido por amor. Ambos eran hombres educados en la dignidad y el autorrespeto, y cuando estas en el fondo, cuando te han arrebatado parte de lo que más quieres, es tal vez lo único a lo que poder aferrarse. Por eso ella sabía que no la iba a acosar a llamadas, que nunca él consentiría que viera la sangre correr por su herida, reconocer que está terminal por su adiós, mostrarse denudo de corazón y de acción. Ella sabía que sufriría en silencio, que su mente se fortalecería, que desataría incluso la inspiración, pero como hizo toda su vida, tragaría y tiraría hacia adelante, porque su fuerza es aún mayor que la peor de las derrotas, porque sus ídolos eran gentes que preferían morir con respeto que vivir sin él, personas que nunca llamarían a la puerta de quien le vio marchar solo buscando que le lamieran las lágrimas. Y cuando dejó atrás aquella habitación, el sabía que les esperaban días muy duros, pero que ella no tendría noticia alguna. El recuerdo de su padre se mantenía intacto.
“Digiere tus propias derrotas”. Y a día de hoy, sin saber porqué, su mujer lo observa irse solo cada 17 de abril, sin decir nada a nadie, y volver horas después con la cara desencajada, oliendo a alcohol y con los ojos empapados en tristeza. No hace preguntas. Su rostro abatido por la melancolía es la única respuesta.