Nulla dies sine linea

21 octubre 2011

Captura



Óscar no era el tipo de hombre cuya idea de honrar y respetar a una mujer consiste en no proporcionarle nunca ninguna emoción. Irónico y altanero, pertenecía a esas personas que sacan partido al ocio, que traen consigo su propio ambiente y una sobrecarga de vitalidad, además de un admirable talento para embaucar a mujeres de toda edad y condición con un atractivo difícil de definir y un buen manejo de sus cualidades. Como fotógrafo, mantenía la inercia de vislumbrar destellos en las cosas más simples, de adivinar marcos o intuir historias dignas de ser plasmadas detrás de una sonrisa, una mirada o un paisaje. Y lejos de sus virtudes con una cámara, tenía la extraña facultad de advertir las diversas peculiaridades de la gente; y más concretamente de captar las señales que predicen el futuro o el destino de las mujeres, como si pudiera leer en sus rostros y en las líneas torcidas de sus personalidades la idiosincrasia y clave secreta de su vida.                                                                                               

Pensó de primeras que había algo sutilmente inmoral en la luz de los grandes ojos castaños de Noemí. Perfectamente entallada en aquel traje verde, jugando con la copa en la mano, cogía el vaso con gesto más bien desafiante y paseaba de un lado a otro de la sala con el desparpajo innato de quien todo le es familiar y agradable en un ambiente postizo.                             
Resultaba incómodamente hermosa, con un impulso de energía que era el resultado de la contradictoria mezcla de seguridad en sí misma y juvenil inconsciencia. Así atraía todas las miradas, dando la apasionada impresión de que, pese a encontrarse en una multitud, no formaba parte de ella, como si habitara en un plano aparte.                                                           
Allí había otras mujeres con deliberado deseo de agradar, cuyo aval para la altivez era una supuesta belleza como máximo argumento, cercadas con disimulo por hombres igualmente inofensivos, tímidos y carentes de interés. Hombres como los que se enamoraban de Noemí con incondicional entrega, e incluso se dejaba besar, consciente como era de ser virtuosamente superior y de que siempre podía dominarlos; tal vez por eso, en el fondo de su corazón, los despreciaba por ello.

Al tomar su cuarto trago y decidirse a intercambiar palabras sólo era para ella una voz, una manera como otra cualquiera de pasar el rato, aunque pronto comenzó a mirarlo con interés. Por momentos, Óscar se encontraba perdido como un nervioso novato. Su lucidez mental, todos aquellos inagotables recursos que creía haber adquirido mediante la ironía, habían desaparecido. Le preocupaba la idea de ser, después de todo, nada más que una mediocridad con facilidad de palabra. Se preguntó si reconocer esa carencia pudiera coincidir con el lento declive de su audacia. Y es que dar expresión a los propios pensamientos nunca le había parecido tan deseable y tan imposible al mismo tiempo. Con desoladora falta de inspiración, se despidió con unas breves palabras y convidó a verse en otro momento. Y así trato de no forzar las cosas con divagaciones sin conclusión.                                                                                    
Conocía sus limitaciones y también las características de un proceso. Ser certero con una chica como Noemí era un trabajo de precisión que requería la cantidad exacta de silencio, la cantidad exacta de insistencia y la cantidad exacta de diplomacia.

Ella, cuando estaba borracha con esmero, era capaz de sentirse fugazmente atraída hacia otras mujeres, lo que no pasaba de ser la manifestación, hasta entonces reprimida, de su inclinación a experimentar. Cerca de los treinta era aún una joven dispuesta a las aventuras intelectuales y románticas, que fantaseaba con leer y soñar, con arañar y poseer algunas de las fascinantes existencias de las personas llamadas a ser los protagonistas de momentos importantes, una mujer cuyo fuego radiante y cuya frescura eran el material vivo con el que estaba hecha la belleza muerta de los libros. Porque en aquel entonces Noemí encarnaba la juventud como nunca volvería a hacerlo y era capaz incluso de triunfar sobre la muerte.

Durante los siguientes días, a Óscar le tocaba esperar, para encontrar el orden y un camino dentro de la maraña de detalles sutiles de las relaciones humanas, confiado en que no hubiera quedado en la memoria de ella tanto la falta de inspiración de sus palabras como su presencia bien parecida. Él pensó que sólo Noemí podía darle lo que necesitaba y ninguna otra persona estaba en condiciones de hacerlo.                                                                                                      
Pero Óscar lo sabía, podía notarlo. Conocía al hombre que caería rendido a sus pies porque ha sido tantas veces la misma vieja historia a lo largo del tiempo. Con extraordinaria capacidad para la autoafirmación y el manejo de los posibles en su vida, se permiten maltratar o incluso despreciar con embustes al tipo que está a su lado, pues cuentan con el convencimiento de que el hombre al que insultan volverá a ella como un animal doméstico, sin ni siquiera ser conscientes de que les abandona el último vestigio de dignidad, la auténtica falta de carácter. Y mujeres como Noemí alcanzan así la madurez con la impresión de estar reuniendo la estabilidad necesaria para ordenar su vida hacia la consecución de la felicidad. Y la dulce chica del vestido verde ajustado que juega con sus zapatos, apenas sujetos por los dedos de los pies, sería la mujer de uno de esos hombres dóciles y entregados, una de esas esposas que, con el tiempo, sabiendo que antaño habían poseído lo mejor del amor, se aferraban a lo que quedaba, vacía de prosperidad, ahogando la intensidad de sus miedos en un silencioso presente. Y envejecerán en su compañía, les darán varios hijos, y flotarán desvalidas y descontentas sobre un incoloro océano de tareas monótonas y esperanzas perdidas. Y así, sin darse casi cuenta, cambian la lucha por el amor por la lucha contra la soledad, la lucha por la vida por la lucha contra la muerte. Noemí era consciente de aquellas cosas, pero nunca llegaba a admitírselas del todo.

Tras otros encuentros breves pero más gratificantes, un viernes noche, tres semanas después de verse por primera vez, tuvieron bajo el manto de unas copas una conversación muy larga, una conversación radiante, llena de oscuro sentimentalismo mientras se miraban con ternura auténtica y extrema. Él no sabía verdaderamente el motivo, pero sabía que era suya.                
Los ojos centelleantes de óscar brillaban por el whisky y por la emoción que le embargaba, mientras subía a la habitación del hotel, ansioso de poseer lo deseable y destinado, como se hallaba, a uno de esos momentos inmortales tan llenos de luz que el recuerdo de su esplendor permite ver durante años.                                                                                                              
Primero la aplastó contra él en un triunfante y duradero abrazo, pudiendo compartir los latidos que revolucionaban sus pechos, y mientras le quitaba la ropa, sintió que la fisionomía del mundo estaba cambiando delante de sus ojos. Descubriéndose mutuamente en la oscuridad palpitante de aquella habitación, con la sensibilidad erótica a flor de piel y emociones llenas de deseos que la noche había engendrado en el corazón de los dos. Con ganas de poseer su alma y su belleza, su cuerpo y su memoria, justo en el momento en que habían llegado a la cúspide de su juventud volcánica libre de arrugas y de miedo, con la certeza de que después de los dos todo cambiaría, entregándose a la pasión sobre el borde del precipicio en el intermedio de sus vidas.

Había un mutismo sepulcral sobre ellos en la oscuridad destapada por una luz difusa que vagamente iluminaba los contornos de sus pieles. Noemí mantenía el rostro en expresión vacilante, y parecían haberse refugiado en sus ojos reflexiones demasiado profundas para poder expresarlas con palabras. Cualquier frase que Óscar pudiera haber dicho habría parecido inadecuada ante la perfección de su silencio.                                                                            
Estuvieron allí tumbados algo más de dos horas, al menos así lo calculó él, por el simple procedimiento de reunir los retazos de tiempo. Noemí se hallaba finalmente a medio camino entre el sueño y la vigilia, en un placentero estado de sopor que embarga después del amor. Con la claridad creciente y las sábanas a sus pies sin complejos; él miraba discretamente y con ternura aquel cuerpo desnudo tendido sobre la cama, como si su vida ya en declive fuese una cosa muy dulce.                                                                                                                                   
Óscar, en aquel momento, deseaba fotografiarla más que ninguna otra cosa, fijarla tal como era, tal como —­­­­con cada segundo inevitable— dejaría de ser para siempre.