Desde hace algunas noches, un perro aparece en mis sueños. Es un perro escuálido, con las costillas muy marcadas, parece sacado de una de esas películas mexicanas de Buñuel. No sé se si es un galgo o un podenco, algo del estilo. De color gris plomizo y tiene el hocico alargado, como los que salen en los canódromos persiguiendo las liebres mecánicas.
Me mira expectante con sus ojos quejumbrosos y
siempre, cuando lo llamo, se da la vuelta y empieza a caminar en
dirección contraria. Entonces trato de seguirlo, pero nunca lo
alcanzo. Por más rápido que vaya, el perro siempre se mantiene a la
misma distancia, sin que pueda acortar nada de espacio.
Sólo
quiero ayudarle, porque parece perdido y famélico. Acariciarle el
morro, darle algo de comer. Pero cuanto más voy detrás de él, más
impotentes son mis pasos. Me suelo despertar en esos momentos,
preso de la frustración. Y si no lo hago en ese instante, por la
mañana recuerdo el sueño con nitidez. Siempre es el mismo perro,
con sus mismas patas flacas y los ojos lacerantes y tristes.
Una
llamada desde lo incomprensible. Hoy me ha telefoneado Eva desde el
norte. Han enterrado a M. Dos días después de que rindiera sus
últimas fuerzas. Murmuró algo y luego sólo hubo ese intenso
silencio que precede al final, cuando el aire se hace óxido.
Me
dice que el sepelio fue algo sencillo y discreto, pero entiende que
yo no haya ido. Ni siquiera tuve que balbucear una excusa banal e
improvisada para salir del paso, porque sería innecesario de todas
formas. Nadie esperaba que estuviera, hacer acto de presencia para
decir bagatelas sin verdadero sentido, palabras para nombrar lo
innombrado.
Nos
queda el espanto de ver cómo la muerte le va pegando dentelladas a
mi generación. La enfermedad, los accidentes, la autodestrucción.
Qué más dan las causas si el final es el mismo punto.
Nunca se
van los mejores, ni los que más lo merecen o los que menos. Eso es
una gilipollez, la muerte no es una meritocracia. Tampoco ennoblece.
Ningún tipo se vuelve bueno sólo porque le cae la losa encima. La
dama de la guadaña sólo te arrea un bofetón para que sientas en
tus carnes el doloroso peso del tiempo y la sensación de
provisionalidad.
La vida sigue su curso y no espera por los
rezagados, ya convertidos en sombras, y en nuestra mano está
continuar hacia adelante o quedarnos atrapados en alguna densa bruma
del pasado, donde nos gusta a veces recrearnos, aunque se haya
tornado en inhabitable.
No conviene empantanarse en esa visión
lastimera, no le ha servido a nadie nunca para nada, pero es
imposible obviar la marca que dejan los que se van, habiendo ocupado
un espacio de nuestra existencia mayor que esas otras personas que en
algún momento pasaron y fueron desechadas, como libros leídos y
olvidados; no, no hay manera de eludir el volumen de la ausencia que
dejan cuerpos que amamos y deseamos, el olor característico y
personal, que no se parece a ningún otro. Pieles unidas, sensuales,
impúdicas, ahora cuerpos ocupando bolsas negras.
Caminos
torcidos. ¿Cuándo se torció mi relación con Eva? Sólo me llama
para darme noticias luctuosas. ¿Qué queda de una amistad cuando el
único lazo conector es el de la pérdida? Vidas concluidas a
destiempo, que dejan en los demás esa sensación de vacío en la
boca del estómago, como si nos hubiera sido arrebatado un trozo de
nuestras entrañas.
Ocurre cuando pienso en los viejos amigos,
la belleza de los tiempos pasados, cuando todo estaba por hacer,
siempre de forma apasionada. Vivíamos como si el mundo estuviera en
deuda con nosotros, y tuviéramos que cobrar lo que nos debía: el
alcohol, el sexo, las drogas; en conciliábulo la pandilla, esa forma
impulsiva de movernos de un bar a otro, de un país a otro, tan
saturados de sentidos, borrachos de emociones, buscando siempre la
insólita y efímera hermosura de un amanecer.
Recuerdo a Eva
mirándome, sin decir nada, guardando en su memoria instantes
congelados que no le pudieran arrebatar, o quedándose con la imagen
que yo proyectaba en ese momento: joven, confiado, arrogante en mi
vitalidad, al margen de la mayoría de las convenciones.
Uno no puede dejar de ser lo que es, torcer su destino, le decía un herido Alan Ladd al pequeño Brandon de Wilde en Raíces Profundas. Las marcas indelebles que llevamos con nosotros, tratar inútilmente de enmendar lo que ya es imposible. Cómo cala el cine en los mecanismos esenciales. Mi padre creía que era el arte más completo, y yo lo sigo pensando.
M
no puede volver, ni tampoco las cosas que quedaron por decir y las
que se maldijeron sin ser sentidas. Grité en casa por su muerte.
Derramé lágrimas de rabia, como si llorando alcanzase algún tipo
de redención.
Es extraño cuando se empieza a poblar el otro
mundo de tantos conocidos. Uno empieza a tener ya más vínculos allá
que aquí. Lazos de sangre o de letras.
Se mueren Godard y Javier
Marías. También los actores David Warner y James Caan.
Anoche
me volvió a visitar en mi narcosis el perro macilento. Nunca he
buscado demasiada información sobre la interpretación de lo soñado. Ni siendo chaval, cuando las hormonas revoloteaban hasta en
la duermevela y tenía convulsas fantasías de una intensidad lúbrica, y despertaba erecto y agitado.
Tal vez sea una metáfora de todo
aquello que se nos escapa. Sé que nunca llegaré a él, como no
alcanzo el recuerdo completo de los que ya no están, más que de
forma confusa y torpe. Pero intentaré no perder su estela, porque me
mantiene activo la forma de perseguir todo lo que se escapa, quiero tener latiendo la memoria de lo que fuimos.
Puede que si
escribo, de algún modo ellos se me hagan más presentes. Es como
plasmamos todo lo ya intangible. O la manera de inmortalizarse en el
tiempo. El sueño eterno de la literatura.