Nulla dies sine linea

30 junio 2010

Choque

Son mis mejores amigos, y probablemente los mejores escritores que ha dado esta ciudad en mucho tiempo. Y por ese motivo sus comprensibles egos y fuertes personalidades chocan como una embestida de trenes. No conozco una pareja que conecte tanto, un matrimonio de figuras tan acordes y parecidas, y a la vez tan distantes, corrosivas, dueños de corazones tan abrasadores que parece que les falte vida para vivirla. Ambos son brillantes, muy inteligentes y talentosos, pero también obsesivamente complejos, dañina e inconscientemente destructivos con el otro, sin poder casi evitarlo. El alcohol, una existencia de creaciones y sus intensidades subterráneas y sueños íntimos los elevan hasta convertir su unión en una montaña rusa de peligrosos descensos.
Se dejan su espacio de libertad, tiene interesantes vidas por separado y es fascinante conversar con ellos, verlos complementarse como un tándem y alcanzar uno donde el otro no llega. Y luego son verdaderamente celosos de lo que hacen, de su espacio, de sus invenciones, y jamás dejan que nadie lea lo que tienen antes de que se conforme de manera tangible. Cuando uno publica un relato, una nueva novela, o un texto en alguna revista literaria, el otro lo lee con interés, aunque, en especial él, parece tener la necesidad de superar a su mujer, de matizarle las propuestas, devolverle siempre la pelota y mandar agazapados e impresionantes mensajes en clave en sus párrafos, en sus historias o artículos de opinión.
Pueden pasarse horas en casa bebiendo Lagavulin y hablando de autores y novelas, y después, sin saber muy bien por qué, mandarse a tomar por saco y encerrarse cada uno en su escritorio, y así permanecer días herméticamente centrados en sus creaciones. Son un matrimonio de contrastes y titánicas fuerzas mentales, que pese a todo se reconocen y se admiran en silencio.
Estoy acostumbrado a escuchar las confidencias después de broncas monumentales. Cuando me pica en casa, borracho y furioso, aún preservaba un inconfundible y admirable amor por ella, además de los típicos ramalazos de viejo insomne y terco de los que les queda el cansancio y el orgullo. Pasa intermitentes periodos de tiempo en mi piso, aislado, dando buena cuenta de mi despensa de bebidas, rumiando por dentro y maldiciéndola, pero mantiene también un lugar propio en medio del caos; logra así una zona de seguridad, una tregua donde pensar.
“Mi mujer escribe mejor que yo”, me dice en ocasiones con aire herido y resignado cuando los vapores del alcohol se le suben demasiado al cogote. Pero sabe que precisamente por eso la ame con todas sus fuerzas. Y la ama más de lo que la entiende. Me doy cuenta de que su relación es paradójicamente terrible y hermosa, y que no pueden ni quieren volverse sencillos.

Cuando ella da una conferencia o presenta alguna charla, él se sienta entre los asistentes, como uno más, y le gusta mirarla, oírla hablar, admirar su belleza y su profesionalidad, mientras se camufla entre el público como un desconocido, atendiendo y observando la cara del auditorio, jugando a la distancia luego llega a casa y le hace el amor con vehemencia, como una conquista sobre la literatura, hasta acabar hondamente agotados por el juego del sexo, que parece insaciable y, sin embargo, sacia tan pronto.

Están, desde que se conocieron y se exploraron, mordidos por el amor arrollador permanentemente insatisfecho, cuyo veneno actúa con espantosa intensidad. Insatisfecho porque se dan cuenta de la genialidad compleja del otro, y sufren por no poder nunca ser el dueño e imponer los criterios sobre la personalidad, conocerla a fondo, saberlo todo. Por eso su vínculo es tan fuerte, la admiración crea una imperiosa necesidad de conocer más y más, de entrar donde nadie nunca estuvo antes, de poseer ese talento y esa mente y ese cuerpo. Y la escritura es la forma auténtica de ser libres, sólo individuos y no matrimonio, y crear personajes que aman otras vidas, habitan en otros tiempos y viven otros romances y follan con otras personas.
Y ellos compiten y pelean y se quieren con ferocidad y se buscan ardientemente y se exploran y se dañan.
Pero se necesitan demasiado, muy por encima de sus volcánicos genios, ella sabe que lo que él le da sólo lo puede recibir de su marido, y sólo ella puede ofrecerle todo lo que necesita ese escritor que un día se encontró con la horma de su zapato y se encadenó a ese amor para superar cualquiera de las ficciones. Y después de las tormentas regresan cada vez en busca de la otra mitad de su alma. Por eso sé que estarán siempre juntos.

11 junio 2010

Las dos partes





Empezó como comienzan la mayoría de las cosas importantes de esta vida: sin darse cuenta.
Ella ponía copas cada madrugada tras la barra de un local de melodías suaves y conversaciones a media voz. Un pub que tenía el aroma de otra época, tal vez para enjaular los recuerdos y tener a sueldo a la melancolía; un sitio donde el tiempo se detenía cada noche, y yo por aquel entonces buscaba la incierta compañía de mí mismo y la del alcohol derramado sobre el hielo que no pide explicaciones y que acepta ser tu compañero silencioso de evocaciones y pensamientos adosados a un taburete.
Parecía encajar a la perfección en ese contexto aunque era claramente una mujer joven, al menos más que yo, quizá tal vez fuera una mujer de esas que ya no quedan en un bar de los que casi no existen.
Al principio me desconcertó de algunos clientes su ebria tranquilidad, la serenidad y la sangre fría que suele caracterizar a los tipos peligrosos. Pero la mayoría sólo se adosaba al lugar porque era su rutina, su ambiente natural; buscando vehementemente un rincón de una existencia con más socavones que rectas, vacilantes en su incierto destino, intercalando siempre impresiones en los suburbios de la vida.
Ella me servía lo de siempre y cuando el vaso estaba vacío, con un ligero gesto de la cabeza y mirándola de lado, volvía con la botella y lo llenaba de nuevo, sin decir nada, sin hacer preguntas. Así saboreaba el licor de mi divorcio, de la huída de Paloma cuando en casa empezamos a ser dos íntimos desconocidos que se estorbaban el uno al otro, llegando a ser en ocasiones como muchos amigos, buenos y viejos amigos; pero nunca amantes. Es en esas situaciones de ruindad cuando te das cuenta de que estás solo, que tienes tal vez a las personas que son tu apoyo, tu escape, tu muletilla…pero al final, en el fondo, estás solo: solo contigo mismo, con tu incomprensión, con tu particular, intransferible e individual lucha.
Y ella y ese local donde me sentía particularmente cómodo, poco a poco intrigándome por la historia que se escondería detrás de una mujer en apariencia imperturbable que parecía encadenada a la oscuridad y el ambiente quebradizo de aquel club igual que yo.
Pronto, no sé que mes, sonreía tímidamente al compartir las primeras palabras, intentando simpatizar conmigo. Yo me dejaba ir, conversaba también, miraba fijamente con afán de intensidad, si es que aún conservaba por encima de las pupilas vidriosas algo de la eterna firmeza de la mirada y la seducción. Empezando con el transcurso de las noches una de esas curiosas amistades que se forjan en las barras, cuando te da por hablar con la persona que habita en el otro lado de ella como si fuera tu confesor y amigo de toda la vida. Así supe más de esa mujer, de la amargura que desprendían sus inciertos veinticinco años, la lluvia que lentamente se instaló en su apartamento y en su vida, y el trabajo en este sitio como único sustento después de perder las últimas opciones al renunciar a sus sueños por una fuga de dos, y ahora estar en una situación un tanto precaria. Yo en cambio siempre anduve bien de dinero desde que tenía uso de razón, pero con él sólo había comprado decepciones.
Y cerraba el bar siendo el último cliente que charlaba apoyado sobre un calor que cada vez parecía menos artificial. Y después salía a que me encandilara el alba, con esos amaneceres que tienen la pretensión de adquirir el estatus de obra de arte; cuando si no fuera por la sedación y espejismo de los sentidos nos daríamos cuenta que pertenecen a la sordidez desoladora de la claridad iluminando hormigón.

No sé si pretendía un refugio o recuperar mi juventud con una vida joven que adosar a la mía, que renovar la piel sintiéndome a la vez extraño y detestable. No vivía muy lejos del local, en un piso pequeño que compartía con su novio, que ahora estaba fuera intentando ganarse la vida en un trabajo que no le gustaba en una ciudad que no había elegido. Y yo allí metido con ella, sin usar nada más que el amor. Me dejaba dormir todo el día cuando estaba muy borracho, ducharme, mirarla mientras ella lo hacía. Y todo en ese habitáculo se volvía reprobable y a la vez indeciblemente hermoso.
Una mitad de ella respiraba honrada e ingenua sensualidad, como si se estuviera abriendo con temor a las primeras flores del deseo. Y la otra mitad era salvaje, caprichosa y enérgica; y ambas mitades se complementaban y formaban un todo.
No creo que fuera mi visible apología de la decadencia lo que la ataba de esa forma, y lo que nos llevó a quedar tardes enteras en silencio, anclados a una botella y sin ropa que llevarnos al cuerpo. Nada parecía real y sin embargo la ansiaba cada vez más y me correspondía con algo más allá de lo explicable. Por primera vez en mucho tiempo estaba haciendo lo que realmente quería.
No pocas noches pensé en que era lo adecuado, y otra parte de mí se daba cuenta de que tenía que salir de allí antes de destrozar la vida a terceros que no se lo merecen y a mí mismo; pero esa es la parte a la que nunca hago caso. De lo contrario, de haberme guiado siempre por lo en principio correcto, habría seguido casado con Paloma sólo por mantener el tipo, habría seguido restando años entre nosotros y sumándoselos al desgaste y hubiera acabado mis días plácidamente mirando con desgana alguna estúpida piscina, rodeado de la gran y cómoda paz, con la barriga hinchada mientras me preguntaba en qué coño invertí mi vida. Por eso tomo las decisiones más difíciles pero que me mantienen en la brecha, me arrojo al volcán, aunque pague el precio siempre merece la pena.
Así seguí con ella, empeñado en restaurarme cada día y renovarme, y cada vez más la deseaba, pues pertenecía al gremio de lo tal vez prohibido, de lo que no planeé, tan alejado todo de mi anterior e insulsa vida marital. Cada vez acudía con menos asiduidad a mi casa y estaba más en esa alcoba austera y marchitamente acogedora. Y las resacas eran feroces, y el amor era descontrolado, y las miserias silenciadas pero compartidas, y algo cercano a una posible felicidad asomaba entre los restos de las melodías que aún resonaban cuando cerraba el bar y nos arrastrábamos como dos lobos sedientos hasta el piso.

Un día desperté y me vi a mí mismo desnudo, con las sábanas desparramadas por el suelo, tirado en el colchón y un fuerte dolor de cabeza. Ella había salido. Y qué cerca estaban los cincuenta. Todos estamos en venta. Supongo que a mi edad tengo que escoger la piscina. Me puse los zapatos, los pantalones y la camisa. La chaqueta al hombro. Abandoné el piso con un ruido quejumbroso de una puerta de madera raída. No volví esa noche por el bar. Tampoco todas las siguientes. Ni me acerqué por ese apartamento. Lancé el móvil a un estanque. Al regresar a mi casa de soltero, parte de lo que Paloma no había podido desvalijarme, me aposté sobre el teléfono y marqué su número, el número de lo que fue nuestra casa. Lo cogió el hombre que ahora compartía su vida, o más bien lamía sus heridas. Al oír esa voz masculina respondiendo al teléfono, lo colgué. Miré por la ventana, donde el día empezaba a ponerse feo y de un color cenizo. Probablemente tenga dinero suficiente en la cartera para unas cuantas copas en el restaurante nuevo de abajo, puedo permitirme comprar unas rodajas de soledad.

07 junio 2010

Intensidad



Le gustaría compartir sus sueños y aspirar el aroma de la rosa de sus recuerdos. Quizá también a mí. Pero no hay nada que compartir, compadre; nada, absolutamente nada. Está usted completamente solo en la oscuridad.
'El largo adiós'


— ¿Firmas?
— ¿El qué quieres que firme?
Miré para otro lado pues notaba de formar interna como me estaba volviendo más terco e insoportable que de costumbre por la cantidad indecorosa de cervezas que llevaba encima apenas sin darme cuenta, además empezaba a echar furtivas miradas maliciosas a su escote.
Ni siquiera podía estar a su altura y controlar que el ritmo de cañas no se me fuera de las manos. No creo que sea buen negocio esto de hacerse viejo.
—Poseer siempre la misma esencia nocturna que has probado en mi piel.
Sonreí, iba fuerte. Era incrédulo de que esas palabras salieran de ella, en el momento menos apropiado. No me consideraba preparado para una conversación de esos derroteros. Apenas estaba seguro de poder decirle cuatro palabras agradables y así conectar directamente sobre sus labios sin pasar por vicaría. Yo estaba prácticamente loco por conocer más en profundidad las puertas cerradas que habitan en su alma y en su ser, y vibrar periódicamente en su cintura como un almanaque de deseos inciertos que danzan sobre su vientre, pero maldita sea, no ahora, no en esta terraza de barrio y con la undécima cerveza a punto de claudicar.
— ¿Firmas tenerme siempre así, dejarme irreconocible de tanto amor?
Algo de mi lacerado corazón se catapultó por dentro. La noche se vuelve serena e intensa a la vez. Amaba auténticamente esa cara áspera y curtida, manifiesto de tantas jornadas de vivir al ras del viento y a la intemperie de la brisa; esa mirada profunda, madura; sentirme insignificante frente a ella. Estaba dispuesto a abrirme como si estuviera cara a cara con mi propio reflejo.
—Firmo cerrar los ojos y que al despertar no estés tú, ni el dorso de tus manos, ni tu olor ni esa manera de sonreír; tan sólo esta sensación, esta enorme y perfecta plenitud, saber que estás sin estar, tenerte sin verte, vislumbrarte en mi memoria aunque nos separen miles de kilómetros. Quiero estar perpetuamente de esa forma, sentirme siempre así. Eso es lo que firmo.
Había devuelto la pelota fuerte, sin duda. La efímera inspiración del alcohol, bendito espejismo del arte y de las esencias.
—Creo que nunca te dije que te quiero —su cara ahora estaba firmemente enternecida, como una dureza que aflorara por obra de un puro sentimiento, plasmado sobre la belleza que resaltaba por encima del impacto del perfume de la noche, de la suave cadencia del viento y el olor imperceptible del verano.
—Y yo no quiero que lo hagas, no lo digas nunca, no deseo oírlo jamás. Hay formas de expresarlo sin decir esas dos palabras tan malgastadas— empezaba a ponerme trascendental—. Me basta con frases furtivas como las que me brindaste antes.
Sabía que secretamente yo mantenía una coraza, que me estaba preservando, evitar nuevos besos ardientes que terminen en cicatriz. No eres capaz de reaccionar cuando el pasado es el dueño de tu vida, por eso tengo miedo de que se convierta mi rutina en una asignatura pendiente, de fracasar otra vez, y de forma inconsciente nos situamos a la defensiva, suspicaces, un tanto desconfiados y evasivos, como un perro que conoce recientemente el palo y baja las orejas huidizo cuando se aproxima el dueño, aunque venga con las mejores intenciones.
Pienso en seguir bebiendo. Tenía a esa mujer magnífica a mi lado (con certeza lo mejor que había conocido en años) y no era capaz de disfrutarla sin la evasiones características, con un miedo terrible a hacerle daño, a que pague mi falta de confianza y el rodaje del tiempo.
Al cabo de unos minutos pensé en levantarme e irme. No iba a comprometerme sin ni siquiera estar seguro de poder llegar hasta el final, asumir las consecuencias que todo esto trae. Sin duda estaba marcado por un egoísmo atroz, la necesidad de protegerme y de no responsabilizarme del precio en la implicación emocional que supone conservarla y luchar cada día por creerme mis propias frases y poder regarlarle a ella esa realidad.
Quedé en silencio. Me acarició el pelo, yo notaba de forma miserable como me volvía poco a poco más cobarde.

01 junio 2010

Suerte

Hasta que no tomo el primer café de la mañana —cargado, con un chorrito de whisky— no consigo conectar con el mundo, empezar a carburar y que los sentidos se pongan en movimiento. Suena en mi cabeza Guardian Angel de Mink De Ville repetidamente, como si le hubiera dado al interruptor de alguna radio. Es un tema que asocio con ella, y no puedo dejar de tararear la canción, aunque aún no haya salido el maldito sol. Reviso la prensa diaria y se me revuelve el café. Necesito otro para enjaguar, esta vez con un poco más de whisky. Sé que hoy esa canción me acompañará, para ayudarme, aunque no necesito mayor impulso que el que me doy a mí mismo. Es hoy. Tanto tiempo esperando y preparándome. Supongo que los nervios no existen si mantienes la cabeza despejada y la sangre fría. Virtud o defecto pero nunca me tembló el pulso en estas situaciones, más bien me gustan, me obligan a ponerme a prueba, a dar más de lo habitual y a batallar internamente con el cerebro y su capacidad de resistencia y concentración.
Para el resultado de esta jornada ya no se trata de conceptos tan ambiguos y peligrosos como el futuro, sino que es una cuestión de honor. Hay demasiadas tablas detrás. Me agrada el sucio amanecer, es especial, huele a una de esos días en los que vas a sacar los dientes y volver a casa más joven o más vencido, con algo más de peso y la fabulosa sensación del deber cumplido.
Dice ella que soy celoso de mi independencia, que muchas veces me revelo esquivo y prefiero mi soledad voluntaria para aislarme con las melodías y el cine a compartir momentos en pareja u ocupar las horas siempre entre nosotros. Pero no sé cómo explicarle que mi vida se nutre precisamente de esos momentos y las canciones sirven para recordar todo lo que queda por hacer, todo lo que siento y para celebrar de nuevo la conquista del amor; que en muchos temas se concentran mis encuentros y mis pérdidas, las sensaciones más intensas. Y que hace tiempo que no busco ni me identifico con la amarga belleza del fracaso revisando esas películas que hablan de la violencia de los sentimientos límite; ese conocido torbellino que mató a Brando en París y provocó el suicidio de Jacques Dutronc.

Siempre intenté vivir al margen de mis sueños, aunque estuvieran presentes, pues esa visión o necesidad podía tornarse en pesadilla, en un objetivo que nunca llega mientras desaprovechas los momentos únicos que ya no volverán. Y es que jamás volveremos a tener 18 años, ni ella ni yo; extinguiendo tiempo como en un reloj de arena, existiendo sin conocernos pero avanzando también sin percatarse de que ocupaba mi imaginación en los últimos tiempos, necesitado de una estabilidad que me desestabilice, ser constantes las broncas y las reconciliaciones casi instantáneas. No puedo vivir sin estar enamorado y me negaría a aceptar cualquier otra farsa. Prefiero la supervivencia vacua de la soledad coronaria que terminar resignado, acabado.
Pienso en todo ello y más, me miro al espejo y no existe el miedo, no habita el dolor. Sonrío. La canción sigue ahí, Guardian Angel de nuevo. Salgo de casa. Suena el móvil.
“Que tengas suerte”.
“No la necesito, tengo buena estrella”.
Ahora sí.