Nulla dies sine linea

27 enero 2011

THE END

Ahora que el último beso se desvanece en la noche, ahora que todo ha quedado atrás arrastrado por la marea, que la oscuridad pudo con el sol y la realidad golpeó en nuestras vidas para hacernos protagonistas de una farsa pactada y asumida, pienso que ha llegado la hora de escribir, un texto definitivo, aclaratorio y deudor de todo esto. Una carta para ti, como antaño escribían a la luz de un vela o una lámapra de aceite, pero yo utilizo la luz tenua de esta hoguera del salón para alumbrar mis ideas y poner calor a mis sentimientos.
Todos los momentos que yo recuerdo los rememoro en estas líneas escritas sin verguenza y con la bandera de la sinceridad más profunda, de esta generación perdida que se abrió pronto al alcohol, de besos prematuros en discotecas vespertinas y primeros fracasos que mostraron la realidad de la vida. Esta generación a caballo que tu y yo intentamos disfrutar buscando los restos de las anteriores. Intento buscar sentido a mi rutina escarbando en algunos atardeceres que compartimos, hablando del comienzo, dedicando algunas líneas a ese primer encuentro de los labios, a la ilusión del resurgimiento. Y cómo todo lo que teníamos se fue deteriorando, conviertiendo en espinas las rosas, haciendo amargos los tragos, desquiciando las cabezas e hiriendo profundamente nuestra alma, que dolida buscaba una salida y el inútil esfuerzo de recobrar el aliento y la pasión, aunque las terceras personas hacían sangre de nuestras heridas, buscaste tiritas entre el vertedero y encontraste tan sólo más suciedad para embadurnar tu corazón. Los reproches y los engaños, la mala conciencia, la frialdad de una mentira.
Y por el desagüe se iban los besos y el sol tragado por el mar, las risas y las noches de verano, los nervios y las canciones, todo se iba cuesta abajo hasta que ya no pudimos detener la caída. Se estrelló. Nos estrellámos. Y andamos renqueantes aún conmocionados por el golpe, cada uno aferrándose a lo que puede.
Escribo todo eso con palabras directas y también frases perfectas. Rincones que me gustaba besar, partes de tu cuerpo que me encantaba mirar. Y lo más polémico que nos azotó. Cuento detalles que siempre quisiste saber, recovecos nunca explorados, los pedazos de nosotros y algunas verdades que siempre quisiste leeer; expreso sentimientos que para siempre pudiste tener, escribo como susurros, beso débilmente en cada palabra.
Todo está en la carta. Es la última. El último broche entre nosotros, las últimas palabras en las que van de la mano cerebro y corazón. Es un arranque de melancolía, deber y necesidad. Notó como la sonrisa de otra mujer comienza a florecer dentro de mí y que esta vez el final será irrevocable, yo me iré para siempre y los próximos encuentros serán fríos e impersonales. Cada vez más distanciados. Hasta que esa primera vez sea sólo un débil punto negro en el tiempo, borroso y lejano como los primeros pasos de la infancia.
O tal vez dejar las cosas así, con todo lo dicho sin decir. Me enarbolo ya que voy por el segundo whisky. Sabes que soy un esclavo de mis emociones, de mis gustos, de mi horror al aburrimiento, de mis deseos, y un eslcavo indefenso de una única cosa importante: mi imaginación. Y comienzo a divagar en que determinadas cosas es mejor que queden en la íntima confidencialidad de los silencios, que el aura entre tú y yo se puede romper con todo lo que cuento en estas tres páginas por sus dos caras. De mi puño y letra. Porque con los ojos nos entendíamos y con las miradas y las palabras también nos odiamos. Nos quisimos hasta repudiarnos y quisimos amar hasta destrozarnos. Tú y yo hemos conocido los rincones más extraños de la vida. Algo que ya tiene un hueco en la posteridad; un regalo que encontramos que nada ni nadie puede arrebatar y que siempre va a brillar en algún lugar de nosotros mismos. Todo lo que pudimos ser, todo lo que pudimos tener.
Con un intenso dolor arrojo la carta a la chimenea. Lo nunca contado vivirá para siempre. Es mejor así. El cariño que se desprendía de cada párrafo será una reserva futura. El amor es frágil pero quizá se salven los pedazos, las cosas que se quedan en los labios, que hubieran podido ser dichas. Las nuevas palabras de amor, la ternura que hemos aprendido, son tesoros para el próximo amante.
Y así, todo lo nuestro, lo veo de alguna manera como una sombra entre las brasas: retorcidos por las llamas, el esplendor y la tristeza de este mundo.

23 enero 2011

Escenario

Rememoro ese momento y pienso que la vida tiene cosas hermosas aunque injustas. Yo salía del cine a las dos y media de la madrugada, lo que llaman la sesión golfa aunque es la hora más tranquila para disfrutar de una película sin los molestos ruidos de comensales que creen que la sala es un jodido restaurante, y ciertamente apenas hay parejas dedicadas al magreo. Como placer en solitario, es mi segundo preferido. Iba pensando en mis cosas, cabizbajo, rumiando aún por dentro la película y sus consecuencias, y no me había fijado en la chica que estuvo sentada en la penúltima fila todo el tiempo, silenciosa y oscuramente misteriosa. El destino tiene esas cosas insopechadas, directas, colosales. Tenía los ojos tan negros como aquella sala de la que salíamos, y llenó mi cuerpo de luz en el primer vistazo. Saqué la conversación más digna que pude. Me correspondió con su sonrisa. Demonios, era preciosa. Pianista aficionada al teatro que visistaba cines en soledad para olvidar aquellas teclas erróneas que golpeó en el momento equivocado de la vida.
Hablamos hasta que la luz nos sorprendió en su casa. No quería hacer el amor el primer día, pero eramos irresistiblemente parecidos, conectábamos de forma inusual y altamente erótica. La desnudé sin prisas. Fue el principio de la apertura total. No tardé mucho en entregarme, no se demoró demasiado en conocerme.
Me caló desde el primer momento. Y es que yo tenía una relación tan larga como invariable, necesidad de superviviencia que daba la mejor imagen de mí y hacía desaparecer de cara a los demás que yo visitaba salas nocturnas a las doce de la noche, que tenía un alma y unos sueños lejos de lo mundanal, que leía poesía tirado en la cama y amaba en silencio el rostro imperfecto de antiguas actrices clásicas.
Ella lo sabía, sabía lo que yo encontraba en mi novia y también lo que veía en ella. Y eran dos cosas distintas. Incompatibles. La noche y el día. Tarde o temprano una parte cedería, alguien tenía que quedar fuera de esa ecuación.
Fue ella, sabedora de que yo sería incapaz. A la salida del teatro. Nos encantaba el teatro, pese a que los actores eran conscientes de estar interpretando y nosotros conscientes de la farsa, pero nos gustaban las historis que deambulaban una vez subido el telón.
"No puedo más", dijo. Yo lo sabía. Ese día llegaría. Se alejó dos pasos. Iba a tomar otro camino. Iba a desaparecer de mi vida. Tuvo la sutileza de no darme a elegir. Mi novia lo era desde hacía mucho tiempo y a estas alturas no estaba como para renunciar a pragmatismos.
— ¿Qué voy a hacer sin ti? —pregunté, aunque no esperaba respuesta. Tendría que seguir con mi vida, tendría que tener a todos contentos con mi relaicón, tendría que sonreír aunque me muera por dentro.
— La vida es tu escenario —me dijo—. Actúa.

19 enero 2011

Dirigido


Era conocida en toda la Costa Brava por su figura, su estremecedora belleza y la carnalidad mareante de su silueta en bañador. Sonreía, fumaba y era amante de los placeres y lujos de la vida. Pilar era la novia que respondía a las más bellas expectativas de cualquier joven próspero. Deslumbrante en sus formas y en su forma de encarar el tiempo, parecía no vivir en ella los errores de la ingenuidad. Educada en un ambiente simpatizante del Régimen aunque no tan asquerosamente rico como aquel del que yo provenía, era desconcertantemente católica, conservadora y llevaba la palabra MATRIMONIO escrita en la frente.
Así terminamos la educación en el colegio privado y yo la esperé con paciencia a que se abriera a los primeros besos y magreos en la parte trasera del coche, aposentado en el borde de un camino que se alzaba sobre el mar, con el sol desvaneciéndose en la línea del horizonte. Junto al eco de esos besos no podía callar el fulgor de la juventud y la magia de la belleza que existía en nosotros. Al menos en ese rostro angelical que yo miraba con deleite, pues nunca fui excesivamente guapo, ni tampoco alto o musculado, por ello me sentía mucho más afortuando de tenerla conmigo, de poder sentir su dulce perfume cuando la estrechaba entre mis brazos y aspiraba el olor de la primavera y el sabor salado del mar que el viento nos traía. Ella me amaba y amaba todo lo que yo significaba, todo lo que yo aportaba, todo lo que consideraba era perfecto, correcto, preparado para cualquier tipo de visto bueno; y sin duda yo todo lo veía bien a través de mis ojos grises y delicados tan honrados como los de cualquiera.
En esos iris azules como la inmensidad del océano yo encontraba la pura esencia de la existencia, el tuétano de la vida, y mientras me encargaba de las cuentas de la empresa familiar tenía tiempo para ser el único en su vida. Su hambre de sexo y pasión no era tanto como el tranquilo placer de la estabilidad y el confórt de una relación eficaz que le daba el pase a las mejores fiestas, los mejores contactos y el aprobado en el sagrado altar de la más absoluta decencia.
Un verano, mientras yo tomaba el sol tumbado a la larga en la toalla, la vi meterse en el agua, ver las olas lamer su piel, zambullirse su melena rubia en el mediterráneo que la recibía en su lecho azul, entrar en sintonía con la marea, mientras la luz del sol proyectaba las gotas en su cuerpo como un fresco y moreno pictográma, y pensé que no necesitaba nada más para ser feliz. Dinero, amor, la chica más hermosa que habían visto mis ojos y que ese verano me había dejado entrar hasta sus pletóricas profundidades. La juventud nos daba el beneplácito del hedonismo y los negocios me proyectaban sobre la sociedad que habitábamos hasta hacernos distinguidos y eternos.
Recuerdo especialmente ese mismo verano un cócktail en un club de playa de unos amigos muy cercanos y muy bien posicionados, una terraza erguida sobre la bahía, gentes riendo y disfrutando de su opulencia. Era una mezcla de la bonanza de la zona, de las familias más distinguidas de Cataluña. La democracia acababa de nacer, aún estaba dando sus primeros pasos, y aquellas familias habían prosperado y medrado bajo la sombra del águila.
Ella iba vestida de manera informal, con un vestido veraniego, y aún conservaba el pelo húmedo de la ducha tras el chapuzón de la tarde. No podía dejar de observarla mientras intentaba sonreír y charlar con el mayor número de invitados posible.
Algunas personas que habían bebido demasiado se encontraban en un estado de inestable entusiasmo, pero otros permanecían aburridamente sobrios. Hacia ella iban diriguidas la mayor parte de las miradas furtivas, bajo gestos de exclamción, y también los ojos recelosos de otras invitadas se posaban en ella, que permanecía siempre impasible, arrogante bajo esas gafas de sol. Creo que fue el día que más bella la encontré. Y fue el día que decidí que me quería casar con ella.
Un poco más tarde la perdí de vista y la divisé al rato hablando con un tipo que no conocía sobre la barandilla de la terraza. Me acerqué y omitiendo deliberadamente al desconocido, me la llevé del brazo, feliz y triunfante.
— ¿Quién era ese? —le pregunté, disimulando cualquier inicio de celos.
— No era nadie. Una especia de bohemio buscavidas —contestó mientras giraba el rostro.

Algunos veranos después ya era mi mujer. En los años en que yo terminé la Universidad y estuve alejado por algún tiempo, ella había descubierto que tenía mente y había comenzado a leer. Una actitud extraña, que supuse impulsada por el ambiente intelectual y progresista que irradiaba la Barcelona de aquella época naciente. O por alguno de sus amantes. Porque había tenido amantes. Yo fui vagamente consciente de al menos uno.
Pese a que todos los indicios apuntaban a que ya no estaba enamorada de mí, me casé. Es muy fácil vender tu alma cuando la pasión no te deja ver la verdad y el corazón enturbia tu mente. Como ella en todo momento quiso hacerlo, sellamos nuestro amor bajo el altar de una basílica cristiana y rodeado de lo mejor de la sociedad catalana. Yo estaba ensimismado por mi dicha, y sin saberlo, Pilar demostraba así su habilidad para combinar el amor con el provecho, la utilidad con el deleite, lo ameno con lo conveniente.
Centrada en la educación de los hijos y en mantener su rostro bello y juvenil, olvidando que no hay mentira ni disfraz que pueda burlar al tiempo, nostros cada vez discutíamos más y hacíamos menos el amor. Ya apenas compartía nada con ella.
Tenía mucho trabajo con la empresa y los enormes beneficios que me daba y eso me echaba una mano para estar ocupado y no pensar en lo fatalmente insulso de mi matrimonio y lo mezquino de su placer al verse siempre en estado de dicha económica, y alimentando con prescindibles lujos al vacío que le provocaban la ansiedad del paso de los años en su figura, en sus senos que habían perdido consistencia y firmeza, en el vientre testigo de la maternidad. La certeza que encontró en los libros de que existía otro mundo de pasiones e inquietudes la hacían doblemente desdichada.
Así mi cabeza iba descubriendo claros, mis arrugas se hacían más visibles, el tono anterior castaño del cabello se tornaba gris y blanco. Y la vida iba siempre de la mano de un poso amargo, como la sensación que deja un niño al morir, como la última caravana de una etnia en extinción. Es esos años cuando nadie te pregunta cómo te va, quién habita tu corazón. Se supone que estás casado y ahí se acabó todo, eso es la eterna y suficiente explicación. Pero esta sociedad hipócrita no quiere saber nada del paso de la vida en los años deseperadamente iguales unos a otros, del óxido reproduciéndose en los corazones, del todo dicho, del todo besado, del cálculo frío en las pretensiones de los sentimientos.
Hoy iba por la calle pensando en ello mientras ella, unos imperceptibles pasos por detrás, observaba escaparates y lucía su última adquisición en forma de abrigo. Así iba recapacitando sobre dónde iba quedando más difuso el recuerdo de la juventud malograda, reventada en las rocas en la que nuestra aventura se había estrellado, y nadie nos perdonó nuestra juventud y nos devolvió la candidez del sol, no había fiestas en las que presumir de chica.
Maldito corazón que fue idiotamente dirigido y enamorado por una mano férrea y calculadora hacia la estabilidad y la prepotencia ciega que significó mi muerte, sus amantes y la causa última de estas arrugas que hoy permanecen en mí tan arraigadas como este interminable invierno.

17 enero 2011

Esplendor


Fue en una fiesta en un club de playa hace ya muchos veranos. Uno de esos cóckteles alegres de impostura con cierto tufillo a alta sociedad. Yo estaba invitado por uno de los anfitriones, y el sol de las cinco de la tarde descendía suavemente por el cielo, bañando la bahía y reflejando en el agua sobre los barcos que se mecían suavemente al compás de las corrientes marinas y el balanceo incesante de las olas casi inmóviles en la marea baja.
Estaba sentada en una silla blanca, que daba, junto con su vestido azul de rayas también blancas, un aspecto cálido, agradable y luminoso. Tendría unos diecinueve años, era de cuerpo esbelto, flexible y firme, recorría la mirada oculta bajo unas grandes gafas de sol marrones, y en la boca jugeteaba con una aceituna insertada en un palillo. Sin calcetines, con unas zapatillas de tenis de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos. Lo primero que pensé al verla, con el sol dándole de lateral, fue que era la quintaesencia de la juventud y la belleza. Con esos pómulos prominentes y los labios carnosos muy marcados, recorría de vez en cuando insolentemente con la lengua el labio superior, desprendía un atisbo de arrogancia mientras irradiaba tanta hermosura.
Yo busqué al camarero para llevarme algún aperitivo al estómago, acompañado de algún licor. Llevaba semanas sin sentir dentro del cuerpo el centelleo cálido de un trago de alcohol. Después me mezclé con el resto de asistentes, siendo testigo en ocasiones de inanes conversaciones mientras avanzaba la tarde.
Cuando el crepúsculo se empezaba a intuir por entre la copa de los árboles de la colina, la descubrí apoyada en la barandilla de la terraza, con la cabeza ligeramente torcida mirando el mar tan en calma. Me acerqué despacio, descuidado, con un vaso en la mano. Se había desprendido de sus gafas de sol. Sus ojos eran como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul. Levantó lánguidamente la mirada y me observó, sin interés ni aburrimiento, sin emoción ni sopor, simplemente me observó. Uno podía sentirse fácilmente intimidado ante esa mirada y esos ojos.
—Hace una tarde estupenda —dije, y al momento me sentí ligeramente estúpido. Trataba de mantener la vista al frente, mirando cualquier punto del mar o la montaña.
—Las he visto mejores, pero no está mal —sonrío casi imperceptiblemente. Ahora sus ojos analizaban mi rostro. Di un trago a mi bebida que me concediera un tiempo para pensar. Pero ella se adelantó.
—¿Eres de por aqui? —preguntó con un fingido interés—, no te he visto nunca antes.
—La verdad es que no. Yo tampoco te he visto nunca antes...ciertamente, lo recordaría.
No sé por qué lo dije, ni siquiera era mi estilo. Pero estaba algo alterado. Era esa la belleza que deseaba. La belleza debe ser asombrosa, sorprendente. Debe arder dentro de ti como un sueño, como el chorro de alcohol, como los ojos preciosos de una chica. Se produjo un instante de silencio. Un instante que a mí me pareció bastante violento, pero que ella no parecía advertir mientras me analizaba.
—Ya...¿y a qué te dedicas, señor...?
—Francisco Soler. Y viajo —le dije.—. Lo que yo hago es intentar tener el dinero suficiente para no pensar en el dinero y así hacer lo que me gusta.
—¿Y qué te gusta, Francisco Soler? —Repitió mi nombre con algo de regocijo.
—Escribir. Escribir y viajar. Poder viajar y algún día escribir sobre tardes como la de hoy, y sobre mujeres como tú.
Y era cierto, no quería pertenecer a la aristocracia, una aristrocracía que, según parecía, no podía comprarse con dinero, al menos no con dienro ganado como yo lo ganaba.
—Ese es el tipo de comentario...—dijo seria —. No me fío de la gente que puede ser profunda a esta hora de la tarde, y en estado de sobriedad. Es una variedad benigna de la locura, una especie de resaca. La tarde es para comer, nadar y no preocuparse de nada.
—¿Y tú que es lo que quieres?
Ella rodeó con la vista la bahía y la colina, también la terraza, las tumbonas, los camareros y el gentío. Hizo un gesto de amplitud. Creí comprenderlo. Eso era lo que ella quería. El lujo. El dinero. Vivir siempre a orillas de una playa, camareros a su servicio, suave displicencia de los demás, vestidos bonitos, eterna juventud. Tal vez casarse con el más guapo o el más rico, mejor si es ambas, y esperar que le rinda siempre pleitesía y la adore incondicionalmente.
Sabía que sólo una chica pobre podía pensar así. Pobre de espíritu. Sería distinto si ella fuera simplemente una chica pobre que sueña sentada en una cerca en una calurosa tierra de vacas. Entonces tal vez sería de los que queremos la idea esencial, pues el intento condenado al fracaso de controlar el propio destino está reservado a unos pocos afortunados o desgraciados. Vivir a nuestra manera. Hubiera sido feliz asombrándola, viendo cómo se le abrían los ojos ante las cosas. Ya me veía recorriendo el mundo con ella, tomando el sol en playas desiertas, viviendo al día con lo justo, yo escribiendo en la terraza de algún hotel, ella esperando impaciente sobre la cama a que le entregara mi amor.
Pero un jóven no muy alto pero impecable y enteramente vestido de blanco nos interrumpió. Sonrío hacia ella haciendo como si yo no exisitiera. Le ofreció el brazo y ella le correspondió, alejándose lentamente, paseando en un gesto agradable. Ella se giró para dedicarme sonriente un último vistazo mientras se alejaba con su pareja.

Esta tarde iba silbando distraído camino a la editorial cuando la he visto por una de las calles de la ciudad. Sin duda era ella. No hubo señal de reconocimiento en su cara cuando se encontraron las miradas. Pero unos ojos así no se olvidan fácilmente, no son difíciles de reconocer. Estaba mucho más mayor, con demasiado maquillaje para mi gusto y los restos en el rostro de lo que imaginé habían sido estériles intentos quirúrgicos de preservar la belleza lozana y juvenil. Llevaba un suntuoso abrigo de piel que a primera vista valía más que todo lo que llevaba yo encima, incluso más de lo que me dieran de primeras por el borrador de la novela que llevaba en mi regazo. Iba acompañada de un hombre mayor que ella, canosos y taciturno, el pelo con lagunas en algunas partes de la cabeza. Era más bien bajito, el gesto serio, apacible, de una imagen de madura estabilidad, sin duda pensando en algo ajeno a lo que acontecía en el tránsito de la calle, unos pasos por delante de ella, que iba mirando los escaparate de las tiendas, y tenía una firmeza dura en la mirada que no encontré cuando la conocí, allá en el estío de nuestras vidas. Imagino que nadie le contó que el verano no duraba siempre. Su semblante era resignado, algo altivo, pero profundamente desencantado. Siguieron los dos lentamente su camino, moviéndose entre los peatones, alejándose cada vez más de mí. Supongo que había conseguido lo que quería.

16 enero 2011

Muerte


La monotonía la mató. No fue Sara, ni los insultos que aparecieron hacia el final ante nuestra sorpresa, ni sus coqueteos con el compañero de trabajo, ni mi líbido subida con mi compañera de oficina. Fue la monotonía. Ella mató nuestra relación. De un disparo al corazón.
Después de seis años nos desgastamos, nos desenamoramos sin reclamarlo, nos fundimos en la rutina hasta ahogarnos en ella. Y es que lo dejamos estar hasta que se pudre, como una manzana cortada abandonada sobre una mesa.
No había nada que no supieramos el uno del otro, no había sorpresas ni secretos, no existía la emoción ni el fulgor de morder unos labios hasta sentir el sabor a sangre. Fuimos tirando de las reservas de cariño hasta agotar su capital.
La culpa fue mía. La culpa fue de ella. No supe renovarle la sonrisa cada día, no atendí las llamadas de cambio, ni improvisaba ante sus intenciones, no la sorprendía cuando llegaba el fin de semana, no la protegí por sentirla segura.
No supo comprender mis aficiones, no quiso indagar en mis tormentos, no quería ser cada noche en la cama una persona nueva.
No fui el hombre que supuso que sería, no hice que cada vez fuera la primera, no llamaba a las puertas de su corazón para decirle un te quiero que no viniera a cuento.
No me daba besos imprevistos, no llamaba para saber cómo estaba cuando salía un par de días por el curro, no se inmutaba cuando me veía encendido y con ganas de hacer el amor.
No le acariciaba el pelo mientras dormía, no hacía caso a sus gestos de reproche mientras yo veía el fútbol, no le dije vístete esta tarde nos vamos por ahí.
No respondía cuando le hablaba emocionado, no hablablamos cuando llegaba cansada del trabajo, no me cocinaba mi plato favorito por sorpresa.
No le dije eres la mujer más hermosa del mundo, no salíamos con otras parejas, no abarcaba sus pechos con ternura mientras decía que la adoraba.
No dio el 100%, no se escondía para recibir los mensajes de otros hombres, no se cortaba para hablar con su ex, no entendía mis celos, no daba importancia a mis suspicacias.
No supe recordar la fecha de su cumpleaños, me olvidé de nuestro aniversario, no pude decir en qué día la besé por primera vez, no le enseñaba demasiado.
No me regalaba nada sin pedirlo, no me llamaba cuando se ponía a ver una película por su cuenta, se ponía a leer una revista después del sexo.
No supe amarla, no quise mantenerla, no conservé el esplendor en la hierba, hice que la intensidad de los primeros meses pasara a ser un recuerdo incómodo si lo comparaba con el entonces, dejé morir lo mejor que tenía, lo mas bello que me había regalado la vida, lo único que hacía mover mi corazón.

Tiempo

Era él. ¡Qué me cuelgen si no era él! Después de tantos años, tantos sueños rotos después. Imagínense, aquella foto en blanco y negro, dos críos con los pantalones cortos y los calcetines hasta lamer las rodillas, dos pequeños hombrecitos que jugaban a mantener la espalda recta y a comportarse como tal; esa era la última imagen que tenía de él, y ese es el tipo que tenía enfrente, aquel niño que miraba desafiante a la cámara y lucía una raya en el pelo perfecta era este hombre canoso, con surcos alrededor de los ojos y barba poblada que hablaba de cuentas en bancos y cuentas pendientes.
Me contó que tras muchos años de enamorarse alternativamente y llorar por ello, se casó con la primera que había olvidado, cuando la encontró por casualidad en una conferencia de seguros y descubrió que aunque acostumbran a ir parejos el tiempo y el olvido no son en ocasiones cosas que se llevan bien.
También me dijo que había estado subido en el euro por un tiempo y que luego cayó con la misma facilidad que antes descolgaba el teléfono para reservar habitación de hotel y cava.
Pero sobre todo me habló del tiempo. Bebiendo sendos Gin tonics de media tarde y sentados con más desidia que interés me habló de aquello que pasa sin ningún tipo de medio para detenerlo. De que nos convertimos, no ya en jóvenes sino en seres maduros y encorvados, intentando disfurtar de los momentos que nos ofrece la delicia de la rutina.
A pesar de que ignoraba que jamás atendí a consejos y aceptaba con deportividad mi propia derrota, dijo que era cruel y ambicioso, que el tiempo nos marca y antes de que nos demos cuenta tenemos demasiado a la popa, infinito, lejano, fuente sólo de recuerdos y lamentos.
Aquello que nos llenaba de esperanza, un día abres un albúm y te ves joven, con la vista sin dudas, sonriendo altivo a la vida, un cuerpo que cubre con creces la camisa y las expectativas. Y piensas que ese chico que recibía el sol de frente sin inmutarse, sin pestañear, captado por el objetivo por las centurias venideras, está atrapado en un lugar del que nadie regresa, hacia el que nadie retrocede. Y han pasado personas que se han ido con cada golpe, con cada portazo que se escapa con él la ilusión, y se pensaba que era eterno el amor aunque lo único que permanece incorrupto es nuestro propio fin. Y un día eres consciente de que ese final es una fría realidad, cercana e inamovible, que no se detiene ni hace la vista gorda por nadie; quedan tus hijos para un nuevo amanecer.
Me contó, serio y cotidiano, como haciendo repaso de las tareas del día, que cuando creces y te pasas ya de la frontera de la juventud olvidas las promesas que un día hiciste con tanta pasión y rabia, dejas de lado memorias por la propia superviviencia, observas la traición cruel de los años, cediendo la libertad para adquirir seguridad. La realidad asesina los sueños porque siempre se impone la practicidad, el yo del día a día.
Ya no hay fuerzas para reconstruir cada piedra que cae, ya no luchas por las ideas de papel que se rompen con la humedad. Y tú te rompes un poco más por dentro, piensas en enterrar el tiempo en que amabas con tanta irracionalidad que eras lo más lúcido a este lado del paraíso.
No olvides, me dijo clavando la mirada en mí, que el tiempo es un luchador implacable, que el llanto de una herida que jamás se ha cerrado, la de una vida que quedó sin vivir, no es consuelo. No es consuelo el lamento ni la silenciosa desesperación. Nadie te devuelve lo que perdiste por no batallar por ello, nadie recupera por ti el milagro de la luz, te dejas llevar y el tiempo te lleva con él, tranquilo, sin avisarte, te mece en su lecho hasta que no tes das cuenta y estás a veinte años de distancia de donde soñaste ser feliz.

15 enero 2011

Demolición


No quedaba sino aquella sombría desolación del tiempo en el que vivieron siempre al filo del amanecer, y las ruinas y la nostlagia de su país, el miedo y el pesimismo instalado en lo profundo de las gentes, cuando el hundimiento económico coincidió con la época en que se apuraba la juventud, siempre de un bar a otro, moviéndose incansablemente noche tras noche, hasta los últimos recodos y quemar lo que quedaba de sus buenos años, antes de que llegara la resaca y la soledad.
Inviernos más duros están por venir, ahora que desaparecieron los amigos que compartieron barras y sólo quedan los dos o tres de verdad, ahora que los amores de copa y cigarro se han perdido en la nebulosa del tiempo y el propio humo de la ensoñación de luces en la madrugada, ahora asaltan los recuerdos de cuando eran hermosos y bendecidos por la flor de los años de lo terso en la piel y la ambición oculta en la mirada, sin poder contemplar del todo un país en descomposición, que se preparaba para la etapa más gélida que tenía que llegar al mismo tiempo que se alcanzaba el otoño de la vida. La decadencia de lo que aún se tenía pero se estaba a punto de perder, cuando faltaron el empleo y también las ganas de salir, cuando las generaciones que llegaban hacían ser ya los más viejos del lugar, los veteranos de barras que ya parecían gastadas bajo sus codos, obzecados en alargar la despedida y el ocaso, por miedo a la oscuridad del abismo absoluto que podía estar aguardando en la pura esencia del reverso de la existencia.
Eran productos del despertar, de la democracia consolidada, del hedonismo por encima de todo y la ilusión de la felicidad que no podía ser arrebatada, de valores que iban a entrar en demolición de la misma manera que los mercados iniciaron su desplome, que el irreversible cauce los arrastró lejos de la tierra en busca de el dorado o de un lugar donde encallar con suficiente dignidad.
Ahora que la ciudad en que se nació permanece entre el muro de recuerdos que impiden poder progresar, anclados en memorias de otro tiempo cuando se estaba a caballo entre dos épocas, cuando todo era incierto y lejano y el futuro sólo era un bar más. Y su nación que se retorcía por no entrar en coma, la debacle por los tiburones que arrasaron con todo y únicamente dejaron miseria, el ansía de dinero que segó tantas y tantas ilusiones y puso la nota de dolor en los hogares que estaban cerca de la cuerda floja.
El destino fue el que esperó aguardando a todos los conocidos de por entocnes, los que ponían brillantes canciones al ocio y el alcohol de lunas para disfrutar; ahora persisten en la fatiga en los ojos, el desengaño de un espejimos que les engañó, el despertar de ese sueño ingranto, cuando la bonanza aún resistía al envite de la crisis, sin imaginar que un día la fiesta se iba a acabar, que el tono beige de una foto sería cuanto quedara de sus enamoradas, y el resonar de las risas junto al retumbar de la música que cubrió sus mejores años, un abrazo sincero de camaradas cercanos, el regusto de las bebidas espirituosas impulsando el alma, se iban a desvanecer sin que si quiera pudieran agradecerles con una última canción.
Y el espejo refleja lo que ahora se és, y comienzas a pensar, y la imposibilidad de recuperar lo que se ha dejado atrás.
Ahora la mayoría se han juntado con personas que no agitan su corazón pero signifcan una unión indispensable para hacer soportables los años venideros, matrimonios necesarios para resistir el envite del temporal, no estar solo cuando la ventisca de noviembre se adentre por sus entrañas, pues ya hace mucho frío en la laguna del recuerdo y en este tiritante presente.

13 enero 2011

Dos lecciones

Crecí rodeado de la más absoluta ignorancia, convencido de que todo era blanco y negro, que no se podía discutir nada de lo establecido porque los mayores eran más sabios y por tanto debían tener razón. Cuando tuve un poco más de edad, yo mismo me asombraba de la propia doble moral que nos habitaba, allá en mi pequeña villa, y mi corazón se subleva de asco. Veo en mi memoria aquellos rostros de mujeres mayores atravesados por el otoño del tiempo, con sus contubernios repugnantes, aquellas eternas chismorrerías y aquella constante hipocresía.
Convencido de que fingir no entra dentro de mis planes, me lo replanteo ahora tirado en la cama, con ese regusto extraño a derrota y whisky. La sinceridad era algo necesario, nunca un mérito. El autoengaño sólo nos convierte en cobardes, farsantes de nuestra propia existencia. Los prejucios de la sociedad viven aún en nosotros, como una sombra que no vemos pero que forma parte de una extensión del cuerpo, reflejada en los demás.
No sé cuántas veces me repitió mi padre que luchara por lo que quería, que sólo del esfuerzo llega la recompensa, que levantarse no es una oportunidad sino una obligación. Sin rendición. Se escapa la vida en cada momento que dudamos, que nos detenemos en el borde del precipicio en vez de saltar y...zambullirte en el mar. No suelo pensarme mucho las cosas, no hay saliente del que no me haya tirado.
Y siento ahora traicionar esas dos cosas que la vida me ha enseñado. Igual que de pequeño amaba la majestuosa hermosaura de la naturaleza, amaba ahora a una mujer. La admiraba como se admira la belleza de las montañas, el esplendor del cielo. No era el deseo de casarme con ella, ni demaiado amor carnal. Tenía sed de verla, de oírla, de sentirla junto a mí.
Pero había renegado de ella simplemente por no luchar, por la propia pereza de la conquista, créanme. Por no tener que lidiar otra vez con idas y venidas y martillazos al pecho y terceras personas y convencer del propio amor, y maravillar a la otra parte y volver a poner yo todo de mi parte. Era simplemente una rendición antes del ataque, tal vez por miedo a la contienda, por tener que retirar a destiempo mis fuerzas, por volver a empapar de lágrimas un colchón.
¿Y quién estaba siendo ahora el hipócrita? ¿Quién dejaba de luchar o de saltar sólo por las rocas de abajo? Me cerraba a mí mismo la posibilidad de amar por mi propio temor, por creer cínicamente que quiere a otro en lugar de a mí cuando los tres sabemos que no es cierto, no podía ser sincero conmigo mismo aunque supiera que no hay un viejo controlando nuestros destinos, parecía que prefería cerrar los ojos a la lucidez y negarlo todo. Tampoco quiero mirar atrás y que en el eco de estas paredes, cuando regrese muchos años después, ecuche aún los lamentos de no haber luchado por una causa perdida. Si es perdida, si no hay esperanza, entonces caeremos juntos, y quiero que el golpe sea tan fuerte que no me den ganas de levantarme nunca más. Quiero estrellarme, pero hacerlo combatiendo, al ritmo que marcan los latidos de mi propio corazón, poner un poco de mí mismo en cada ciclo cardíaco, que tenga el recuerdo siempre, no la imagen de verme aquí tirado con hedor en la garganta y pensando en ella con una distancia mental y física que no puedo romper. Mi última imagen de esto no será verme invadido por un recuerdo y luego cerrando el tema como si nada. La última estampa no será ceder, no será dejarlo pasar, que se vaya inconteniblemente por el sendero del tiempo.
Cojo la chaqueta de la percha y me pongo los primeros zapatos que alcanzo.La noche está inusualmente cálida. Su calle está solitaria como un callejón inhóspito. La puerta retumba bajo mis nudillos. Está más guapa que nunca con ese alborniz, el pelo cayendo sobre los hombros y la espalda, la mirada desconcertada.
—Te quiero —le digo a bocajarro.
Ella sonríe, yo sonrío.
—Hablemos —digo avanzando. Y me cede el paso, entro en la casa, cerrando ella la puertas tras de si.

05 enero 2011

Sé que nos falta el aire y se nos encoge el corazón al atravesar nuestro cerebro los fotogramas de antiguas amantes que nos soportaron hasta que la propia inercia puso las cosas en su sitio. Fotografías que fueron tomadas en un mágico momento donde se forjaban los sueños, cuando se jura por siempre el amor. Y sé que por cada historia que termina quedan secretos que nunca se cuentan, canciones que mueren, lugares que se marchitan y sonrisas que se apagan.
Me pasé media vida abrazando causas perdidas, mujeres perdidas, corazones rotos, intentando rellenar mis propios huecos; y sé que detrás de cada adiós hay una parte de nosotros que se queda, encallada en algún lugar del tiempo, que es como una fotografía de un periodo que queda por babor, con un pedazo de uno mismo que permanece en el pasado, que siempre supo que para siempre era mucho tiempo.
Cada recuerdo lo representa el olor de una piel, el destello de una mirada, esa tarde en la que el mundo se detuvo para contemplar sólo a dos, y los relojes dejaron de marcar sus horas.
Una vida que abandonamos es como una vida que termina. Personas que en un momento se cruzaron en nuestro camino (¿en nuestro destino?) y pasan por nuestra alma para luego alejarse dejando una estela de dolor y memoria en su avance. Amores de los que huímos, amores que abandonamos, que nos abandonan, que dejamos de querer en contra de nuestra voluntad, amores por los que se extingue el amor, amores cuyo amor no dominamos y nos superan, amores que te miran a los ojos antes de romperte el corazón. Y soñamos siempre con su conquista, es el objetivo nunca alcanzado, es la quimera verdadera de la vida, el compartir sábanas de la misma manera que se comparte un deseo, un café para desayunar y un te quiero cuando cae la noche.
Y consumir todos nuestros sueños en unos brazos donde la vida florece y el caos es dominado, y ese cuerpo ahoga todos los llantos amargos de otras experiencias que nos hacen cobardes y temerarios, ese profundo miedo a perder que nunca nos abandona y que tenemos que acostumbrarnos a vivir con él.
Sé de esa sensación de pánico al vernos solos en la línea del horizonte, de tener demasiadas deudas con el pasado que nunca se pagarán, de la resignación e impotencia de no poder hacer nada al saber que otros muerden esos labios. Y las malas compañias, y sacarse de quicio, y sentirse solo en otras pieles.
Pero sé que siempre arriesgué, que nunca di un paso atrás aunque supiera de una misión suicida, aunque el único futuro fuera el abismo.
Todo lo sé porque tuve que comprobarlo por mí mismo. Forma parte de lo que soy como un DNI invisible, una genética que conforma mi carácter. ¿Qué es el carácter? El carácter es echar un vistazo por detrás de nuestro hombro, contemplar lo que ya nunca volverá y sentir que se ha aprovechado la vida, que se hizo lo que en cada momento se quería o sentía, siempre a nuestra manera; que el ganar y el perder es sólo parte de este juego en el que todos participamos.