Nulla dies sine linea

17 enero 2011

Esplendor


Fue en una fiesta en un club de playa hace ya muchos veranos. Uno de esos cóckteles alegres de impostura con cierto tufillo a alta sociedad. Yo estaba invitado por uno de los anfitriones, y el sol de las cinco de la tarde descendía suavemente por el cielo, bañando la bahía y reflejando en el agua sobre los barcos que se mecían suavemente al compás de las corrientes marinas y el balanceo incesante de las olas casi inmóviles en la marea baja.
Estaba sentada en una silla blanca, que daba, junto con su vestido azul de rayas también blancas, un aspecto cálido, agradable y luminoso. Tendría unos diecinueve años, era de cuerpo esbelto, flexible y firme, recorría la mirada oculta bajo unas grandes gafas de sol marrones, y en la boca jugeteaba con una aceituna insertada en un palillo. Sin calcetines, con unas zapatillas de tenis de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos. Lo primero que pensé al verla, con el sol dándole de lateral, fue que era la quintaesencia de la juventud y la belleza. Con esos pómulos prominentes y los labios carnosos muy marcados, recorría de vez en cuando insolentemente con la lengua el labio superior, desprendía un atisbo de arrogancia mientras irradiaba tanta hermosura.
Yo busqué al camarero para llevarme algún aperitivo al estómago, acompañado de algún licor. Llevaba semanas sin sentir dentro del cuerpo el centelleo cálido de un trago de alcohol. Después me mezclé con el resto de asistentes, siendo testigo en ocasiones de inanes conversaciones mientras avanzaba la tarde.
Cuando el crepúsculo se empezaba a intuir por entre la copa de los árboles de la colina, la descubrí apoyada en la barandilla de la terraza, con la cabeza ligeramente torcida mirando el mar tan en calma. Me acerqué despacio, descuidado, con un vaso en la mano. Se había desprendido de sus gafas de sol. Sus ojos eran como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul. Levantó lánguidamente la mirada y me observó, sin interés ni aburrimiento, sin emoción ni sopor, simplemente me observó. Uno podía sentirse fácilmente intimidado ante esa mirada y esos ojos.
—Hace una tarde estupenda —dije, y al momento me sentí ligeramente estúpido. Trataba de mantener la vista al frente, mirando cualquier punto del mar o la montaña.
—Las he visto mejores, pero no está mal —sonrío casi imperceptiblemente. Ahora sus ojos analizaban mi rostro. Di un trago a mi bebida que me concediera un tiempo para pensar. Pero ella se adelantó.
—¿Eres de por aqui? —preguntó con un fingido interés—, no te he visto nunca antes.
—La verdad es que no. Yo tampoco te he visto nunca antes...ciertamente, lo recordaría.
No sé por qué lo dije, ni siquiera era mi estilo. Pero estaba algo alterado. Era esa la belleza que deseaba. La belleza debe ser asombrosa, sorprendente. Debe arder dentro de ti como un sueño, como el chorro de alcohol, como los ojos preciosos de una chica. Se produjo un instante de silencio. Un instante que a mí me pareció bastante violento, pero que ella no parecía advertir mientras me analizaba.
—Ya...¿y a qué te dedicas, señor...?
—Francisco Soler. Y viajo —le dije.—. Lo que yo hago es intentar tener el dinero suficiente para no pensar en el dinero y así hacer lo que me gusta.
—¿Y qué te gusta, Francisco Soler? —Repitió mi nombre con algo de regocijo.
—Escribir. Escribir y viajar. Poder viajar y algún día escribir sobre tardes como la de hoy, y sobre mujeres como tú.
Y era cierto, no quería pertenecer a la aristocracia, una aristrocracía que, según parecía, no podía comprarse con dinero, al menos no con dienro ganado como yo lo ganaba.
—Ese es el tipo de comentario...—dijo seria —. No me fío de la gente que puede ser profunda a esta hora de la tarde, y en estado de sobriedad. Es una variedad benigna de la locura, una especie de resaca. La tarde es para comer, nadar y no preocuparse de nada.
—¿Y tú que es lo que quieres?
Ella rodeó con la vista la bahía y la colina, también la terraza, las tumbonas, los camareros y el gentío. Hizo un gesto de amplitud. Creí comprenderlo. Eso era lo que ella quería. El lujo. El dinero. Vivir siempre a orillas de una playa, camareros a su servicio, suave displicencia de los demás, vestidos bonitos, eterna juventud. Tal vez casarse con el más guapo o el más rico, mejor si es ambas, y esperar que le rinda siempre pleitesía y la adore incondicionalmente.
Sabía que sólo una chica pobre podía pensar así. Pobre de espíritu. Sería distinto si ella fuera simplemente una chica pobre que sueña sentada en una cerca en una calurosa tierra de vacas. Entonces tal vez sería de los que queremos la idea esencial, pues el intento condenado al fracaso de controlar el propio destino está reservado a unos pocos afortunados o desgraciados. Vivir a nuestra manera. Hubiera sido feliz asombrándola, viendo cómo se le abrían los ojos ante las cosas. Ya me veía recorriendo el mundo con ella, tomando el sol en playas desiertas, viviendo al día con lo justo, yo escribiendo en la terraza de algún hotel, ella esperando impaciente sobre la cama a que le entregara mi amor.
Pero un jóven no muy alto pero impecable y enteramente vestido de blanco nos interrumpió. Sonrío hacia ella haciendo como si yo no exisitiera. Le ofreció el brazo y ella le correspondió, alejándose lentamente, paseando en un gesto agradable. Ella se giró para dedicarme sonriente un último vistazo mientras se alejaba con su pareja.

Esta tarde iba silbando distraído camino a la editorial cuando la he visto por una de las calles de la ciudad. Sin duda era ella. No hubo señal de reconocimiento en su cara cuando se encontraron las miradas. Pero unos ojos así no se olvidan fácilmente, no son difíciles de reconocer. Estaba mucho más mayor, con demasiado maquillaje para mi gusto y los restos en el rostro de lo que imaginé habían sido estériles intentos quirúrgicos de preservar la belleza lozana y juvenil. Llevaba un suntuoso abrigo de piel que a primera vista valía más que todo lo que llevaba yo encima, incluso más de lo que me dieran de primeras por el borrador de la novela que llevaba en mi regazo. Iba acompañada de un hombre mayor que ella, canosos y taciturno, el pelo con lagunas en algunas partes de la cabeza. Era más bien bajito, el gesto serio, apacible, de una imagen de madura estabilidad, sin duda pensando en algo ajeno a lo que acontecía en el tránsito de la calle, unos pasos por delante de ella, que iba mirando los escaparate de las tiendas, y tenía una firmeza dura en la mirada que no encontré cuando la conocí, allá en el estío de nuestras vidas. Imagino que nadie le contó que el verano no duraba siempre. Su semblante era resignado, algo altivo, pero profundamente desencantado. Siguieron los dos lentamente su camino, moviéndose entre los peatones, alejándose cada vez más de mí. Supongo que había conseguido lo que quería.

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