Nulla dies sine linea

26 noviembre 2009

Desechos

Tenía los ojos verdes más bonitos que había visto nunca y la palabra fracaso escrita en la frente. Al principio la confundí con el término ‘atrévete’, pero solo era una provocación de mis sentidos. ‘No quiero que me gustes’, me dijo a los dos meses de conocerla, ‘sé reconocer cuando voy a salir mal parada’.
Pero su miedo fue mi envalentonamiento y su flaqueza mi motivación. La melancolía de su rostro me inducía a explorar aguas revueltas con la insensatez del marinero inexperto, y el temblor de sus labios cuando iban a ser besados era el impulso para que yo diera todo de mi parte en las caricias.
Jugaba con la irresponsabilidad de quien no sabe identificar el peligro de un animal herido por las embestidas de la vida, de quien se niega a enamorarse para no perder el tren de los sueños, de quien vive mejor en la esperanza de que algún día llegará, pero que ha pasado lo suficiente para saber que ese vagón siempre va vacío, que sólo el polvo y la suciedad cubren la desolación de un tren que no se detiene en la estación del tal vez.
Quería ser una respuesta para su misterio, quería ser el hombre que nunca llegó, quería demostrarle que yo respondía a su vaga esperanza de ser amada, que los temores no podían reproducirse a mi lado. Quería cubrir con saliva los restos de unas heridas profundas, sin saber que ni la mejor costura podría cicatrizar esa alma fracturada, que no había prótesis que suplante el vacío que deja el amor perdido.
Y me enamoré, el cazador fue la víctima, fui un fiel guardián de su vida y moría por esa piel y esa mirada ausente cuando va a salir el sol; por cada centímetro de su cuerpo yo me batía en duelo, y su presencia era el motivo de mi alegría. Para mí fue la primera vez, el desvirgarme en la asignatura de los sentimientos profundos, en esa extraña cosa del querer. Un aventurero temerario que aceptaba recoger seres heridos por el puro placer de seducir. ‘Sé reconocer cuando voy a salir mal parada’, dijo ella una vez, como una cruel premonición, sin saber por aquél entonces que sería yo quien acabaría escaldado, huyendo lejos de mi mismo y de mi pesada carga de recuerdos, renegando del amor y con una advertencia para la insensata que se acercara, pues en mi rostro quebrado habitaba la palabra ‘fracaso’ escrita en la frente.

25 noviembre 2009

Miedos

En mi infancia y primeros años de la juventud tuve una manía mezcla de comportamiento obsesivo y penetrante ansiedad, que consistía en, antes de meterme en la cama para dormir, comprobar insistentemente que los libros de mi estantería estaba perfectamente alienados. Y era compulsivo, era irracional, pues no se movían un ápice de como siempre pero me levantaba varias veces del lecho antes de poder tranquilizarme y conciliar el sueño a gusto, llegar a descanso reparador.
Ya sospechaba que detrás de esa molesta manía de ritual nocturno estaba un sin fin doloroso de miedos, de la angustia del nuevo día, del no reconocido temor por el vivir, de las inclemencias del paisaje, de las personas que aguardaban para hacerme daño, para quebrar mi tranquilidad, para zarandear mi corazón y mi mente y arrojarme a las garras de algún miedo que espera y que no muere.
No quería ser el reflejo de un pavor sumergido. Tardé en atreverme a plantarme y morder. Renegué de la química. Con más voluntad que confianza conseguí hacer del orgullo y de la fuerza de voluntad mi estandarte y palié esa manía para darme cuenta que los temores nacen de lo más profundo de nosotros, que el viaje por la tierra no es otra cosa que encontrarse a uno mismo, que la fuerza reside en el interior de la confianza, que el poder de la mente es inigualable, que un corazón late por quien le guía, que obedece las órdenes de una personalidad poderosa.
Supe que hay que unir energía para poner a la vida de tu parte, hacerlo de un fuerte y duradero tirón, que si la dejas ir ahogado en tu temor la masa crecerá y crecerá, aposentándose en tu alma y castrando tu esperanza en el poso del tiempo y el desencanto, que mirarse con garra y decisión a las entrañas de uno mismo es la clave para encontrarse, y vencer todos los miedos.

Tonalidades de verde

Cuando tenía 9 años alcé la mano en clase y pregunté a la maestra que como podía saber que el verde que ella veía era igual al verde que veía yo. Pensándolo bien, supongo que todo se resume en eso.
El azul de una pupila no es igual para el poseedor que para el que la observa desde fuera, admirado.
Unos ven un rojo pasión y otros sólo ven sangre, unos encuentran belleza evocadora en un atardecer y otros pasan de largo sin girar la cabeza. Unos hayan intervención divina donde la mayoría solo lo achaca a la suerte, unos creen en la magia donde el resto ve engaño. De la misma manera algunas personas vislumbran la oportunidad en la casualidad, y otros creen en lo irremediable del destino.
Unos ven una cochambre de película donde otros consideran una obra maestra, otros ven un rollo de un peliculón.
Personas que confunden el deseo con el amor, la pasión con el querer, la estabilidad con el amor, la negación con la autoconfianza, el miedo con la responsabilidad.
Algunos ven un problema donde sólo existe una nimiedad, otros restan importancia a los problemas.
Determinadas personas ven su vida ideal donde otros ven rutina y aburrimiento.
Gentes que avanzan donde el resto retrocede, personas se rinden en el mismo mugriento lugar donde otros luchan.
El bien se puede entrelazar con el mal, el patriotismo con el genocidio.
Donde unos ven la posibilidad de crear otros ven la de destruir, donde unos ven un ataque a la moral otros ven sensatez y sentido común.
Daltónicos de la vida, nos cuesta diferenciar entre lo correcto y el deber, entre el supuesto y el compromiso; no identificamos algunas claras sensaciones cuando las tenemos delante de las narices y en cambio nos empeñamos en buscar matices de cosas simples.
Algunas de la misma relación ven un compromiso y la otra parte una aventura, una oportunidad o un desfogue.
Unos sacan honor del bestialismo y otros contemplan el horror ante el maltrato animal.
Individuos que ven en su interior la garantía del triunfo y personas que se ven fracasadas con sólo mirarse al espejo.
Unos hacen del mundo un inmenso lugar donde esconderse, y otros, simplemente, se dedican a observar.

18 noviembre 2009

El coleccionista de silencios

Mira la caja, la coge con las manos, pasa sus dedos sobre las aristas, sobre sus arrugas que son también las suyas. Su sombra se proyecta sobre el viejo sillón al calor de la chimenea, maderas ardiendo.

Al conocer a una chica siempre le pide una foto. Cuando no está con ella la mira y desde esa sonrisa retratada parece que ella le hable, cree oír la risa. Se tumba en el camarote y deja que el barco siga cruzando mares en busca de nuevas experiencias y nuevas fotografías, cuerpos a estrenar donde la prisa se mezcla con la emoción y el riesgo. Está hecho para quebrar corazones a los que no vuelve a regresar y que deja tendidos en un puerto a la espera del sonido de una sirena, de un buque extranjero en el que retorne un oficial elegante y bien parecido, con ínfulas de comerse el mundo y todos los océanos en sus ojos.
Un hombre lleno de ambiciones, con el romano lema de llegar, ver y vencer, al que la vitalidad de la juventud, la fogosidad y la aventura le impiden percibir al despertar el gélido zarpazo de la soledad cuando las sábanas vacías dejan un rastro de un perfume ausente, que huye y que apenas tiene si quiera nombre, un rostro borroso en la noche de un bar,; o frías madrugadas a bordo con la compañía de la fotografía y su certeza de que aumentará su colección en cada nuevo destino, en los descansos y lugares que el barco amarre, dando una pausa al viaje para pisar tierra firme y otear rostros nuevos.
Como un conquistador que llega por primera vez a sus dominios, se pasea trajeado y altivo, la frente bien levantada y ni un pelo se mueve de su sitio, entre las tabernas y bares del muelle, por la ciudad y sus callejuelas, bebiendo licores caros y haciendo ostentación de galones aunque su sueldo sea un jornal normal y medio. “Dame una foto tuya para mirarla cuando esté en alta mar y contar los días que falten para volver a verte de nuevo”, dice a las damas engañadas y obnubiladas por el esplendor de su porte y el resplandeciente blanco de su traje. A las más guapas y deseables las vuelve a buscar, incluso mantiene contacto por correspondencia, pero nunca está lo bastante en tierra para asentarse con nadie, y en cada nuevo lugar busca ansiosamente el calor que le falta cuando se hace a la mar. Así cruza continentes de la misma manera que pasan los años, aunque la raya de las chaquetas no queden siempre igual.

Mira la caja, la coge con las manos, pasa sus dedos sobre las aristas, sobre sus arrugas que son también las suyas. Su sombra se proyecta sobre el viejo sillón al calor de la chimenea, maderas ardiendo. Mira la caja que guarda una colección de fotos que no son otra cosa que un pasado que ya no ríe ni oye sus carcajadas, que no recuerda sus rostros más que lo allí mostrado. Sólo son instantáneas silenciosas, con ojos fijos inertes que le observan desde el blanco y negro, que le enseñan lo que fue entonces su vida y lo vacía que se encuentra ahora; tapadas las piernas con una manta y tapada su belleza por arrugas y canas que llegaron como llegan a todos sin respetar galones ni rangos. Y no tiene a nadie, sólo una enorme casa deshabitada donde nadie discute ni charla ni ama. No quiere escuchar más el ensordecedor silencio acusador que alberga esa caja de recuerdos y estampas, y la arroja de un movimiento al fuego, cubriendo toda la estancia únicamente del sonido del crepitar de las maderas y las brasas ardiendo.