Nulla dies sine linea

18 noviembre 2009

El coleccionista de silencios

Mira la caja, la coge con las manos, pasa sus dedos sobre las aristas, sobre sus arrugas que son también las suyas. Su sombra se proyecta sobre el viejo sillón al calor de la chimenea, maderas ardiendo.

Al conocer a una chica siempre le pide una foto. Cuando no está con ella la mira y desde esa sonrisa retratada parece que ella le hable, cree oír la risa. Se tumba en el camarote y deja que el barco siga cruzando mares en busca de nuevas experiencias y nuevas fotografías, cuerpos a estrenar donde la prisa se mezcla con la emoción y el riesgo. Está hecho para quebrar corazones a los que no vuelve a regresar y que deja tendidos en un puerto a la espera del sonido de una sirena, de un buque extranjero en el que retorne un oficial elegante y bien parecido, con ínfulas de comerse el mundo y todos los océanos en sus ojos.
Un hombre lleno de ambiciones, con el romano lema de llegar, ver y vencer, al que la vitalidad de la juventud, la fogosidad y la aventura le impiden percibir al despertar el gélido zarpazo de la soledad cuando las sábanas vacías dejan un rastro de un perfume ausente, que huye y que apenas tiene si quiera nombre, un rostro borroso en la noche de un bar,; o frías madrugadas a bordo con la compañía de la fotografía y su certeza de que aumentará su colección en cada nuevo destino, en los descansos y lugares que el barco amarre, dando una pausa al viaje para pisar tierra firme y otear rostros nuevos.
Como un conquistador que llega por primera vez a sus dominios, se pasea trajeado y altivo, la frente bien levantada y ni un pelo se mueve de su sitio, entre las tabernas y bares del muelle, por la ciudad y sus callejuelas, bebiendo licores caros y haciendo ostentación de galones aunque su sueldo sea un jornal normal y medio. “Dame una foto tuya para mirarla cuando esté en alta mar y contar los días que falten para volver a verte de nuevo”, dice a las damas engañadas y obnubiladas por el esplendor de su porte y el resplandeciente blanco de su traje. A las más guapas y deseables las vuelve a buscar, incluso mantiene contacto por correspondencia, pero nunca está lo bastante en tierra para asentarse con nadie, y en cada nuevo lugar busca ansiosamente el calor que le falta cuando se hace a la mar. Así cruza continentes de la misma manera que pasan los años, aunque la raya de las chaquetas no queden siempre igual.

Mira la caja, la coge con las manos, pasa sus dedos sobre las aristas, sobre sus arrugas que son también las suyas. Su sombra se proyecta sobre el viejo sillón al calor de la chimenea, maderas ardiendo. Mira la caja que guarda una colección de fotos que no son otra cosa que un pasado que ya no ríe ni oye sus carcajadas, que no recuerda sus rostros más que lo allí mostrado. Sólo son instantáneas silenciosas, con ojos fijos inertes que le observan desde el blanco y negro, que le enseñan lo que fue entonces su vida y lo vacía que se encuentra ahora; tapadas las piernas con una manta y tapada su belleza por arrugas y canas que llegaron como llegan a todos sin respetar galones ni rangos. Y no tiene a nadie, sólo una enorme casa deshabitada donde nadie discute ni charla ni ama. No quiere escuchar más el ensordecedor silencio acusador que alberga esa caja de recuerdos y estampas, y la arroja de un movimiento al fuego, cubriendo toda la estancia únicamente del sonido del crepitar de las maderas y las brasas ardiendo.

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