Nulla dies sine linea

08 agosto 2017

El desván


Isa recorre la estancia, observa el silencio que casi puede sentir como plomo dentro de la fina piel que recubre los oídos. El peso de las sombras. Lo que ya no está habitado pero un día se colmó de otras presencias.
Ella tiene la absoluta seguridad de que los difuntos siguen con sus existencias paralelas a ésta. Parece que deben renunciar a estarse quietos, y su influjo corre a través del presente y de las personas que continúan a este lado de la vida.
Lo experimenta con esa certeza lúcida mirando esta noche las fotografías donde se le asemejan vivos, y a la vez tiene la sensación de estar siendo observada por los ojos opacos de quien hace mucho que falleció. Ambas cosas son ciertas.

Es curioso, cómo se modifica el pasado cuando nos fijamos en él. Cuando lo rescatamos y le damos una nueva densidad. La vida de alguno de ellos sigue llena de historias contradictorias en el imaginario de Isa, anécdotas y fechas que se sobreponen, recuerdos difusos. Realidad o bruma en la leyenda del tiempo, la escala de esos conceptos que se desdibujan en su mente va creciendo.
Porque nadie es capaz de escoger un pasado, pero sí de adulterarlo a conveniencia o sin pretenderlo, con las emboscadas que tiende la memoria.
Otros detalles los rememora, sin embargo, con asombrosa nitidez.
Allí, en un pueblo del norte de México, en la casa donde fue niña, donde lo fue sin ser consciente de que estaba haciéndose mayor: las manos de su abuela sobre el rostro de su abuelo, que recorrían su cuello afeitado con una caricia lenta, tantos años en una casa de provincia, su abuela unida a un hombre desde la época en que las personas se unían para evitar el pánico de vivir solas.
Recuerda bien verla al levantarse, la arruga en la frente de quien lucha con los restos de la noche, el aroma a leche entera y a hierba, el aire húmedo cargado de olor a tierra y a flores, el sol salpicando de luz el camino de la entrada, el lento despertar de los lugareños donde la rutina tiene otra cadencia y su propio ritmo, más allá de la vida como una especie de frívolo ajetreo sin rumbo.
El abuelo que sentía el cambio de las estaciones en el agua de los huesos.
Isa apenas era una adolescente pero rememora su agonía, la dignidad estoica con que afrontó su largo final. Él quería su dolor allí, encontrarse vivo a través del sufrimiento. Y la abuela en vela, en guardia de madrugada con su vigilia silenciosa. Estaba con él hasta que se dormía, no se alejaba de la cama y si se despertaba allí estaba en la oscuridad, la abuela, mientras él avanzaba hacia la muerte con plena conciencia.

Le parece oír una voz que le llega desde el otro lado.
"¿Cuántos años hace que no visitas mi sepultura?”.
Pero no la escucha, como no escucha a la niña que la llama en ocasiones desde el pasado, pero se obliga a mirar aquellas vidas extintas como forma de mirarse a sí misma y a lo que un día fue. A lo que un día será.
Repasa aquellas instantáneas, algunas claras, supervivientes al desgaste del tiempo, y otras en ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que dejan ver los rostros cubiertos de muecas felices, como si sonrieran para que la muerte no viniese a llamarlos.
Allí se queda curioseando, en el desván donde entre muebles en desuso y remotos, hay marcos envejecidos de oro en el interior, aunque el paso de las décadas no ha dejado de aquel dorado más que un pálido resplandor amarillento, mostrando otras generaciones que pasaron por allí, igual que otros pasarán cuando ella ya no esté. Dando así testimonio de la indisoluble continuidad de las cosas, al permanecer el trastero impregnado de la atmósfera del pasado, de una vida anterior, de cuanto había quedado atrás para siempre.
Estampas y existencias congeladas por la mirada de una cámara, transgrediendo ese abismo que separa lo material de lo inmaterial. El bisabuelo de bigote blanco, nariz ganchuda y ojos azules, la mira con gesto sombrío desde su lado del marco, el brazo cubierto de negro que reposa con serena grandeza sobre una mesilla hecha a propósito.
Faldas largas, vestidos de otra época, hombres sobrios elegantes y también atuendo de campesinos y miradas taciturnas, mujeres con sus melenas rubias y largas como crines de caballo, aldeanos dadivosos que compartían la tierra que trabajaban y en la que nacieron y murieron. Esos retratos en blanco y negro, como si el mundo antes fuera gris, generaciones que vivían sumidas en la oscuridad de la superstición y la servidumbre, apenas ninguno alzando la voz en la lucha contra la mordaza que imponía a la conciencia el pensamiento católico; y cada una de aquellas existencias ya apagadas conservaban, sin embargo, la esencia de largas e incontables vivencias calladas y secretas; deseos y anhelos cuyos intereses se centraban en la esfera de lo terrenal.
El hecho de no pertenecer salvo a un momento concreto la aterró, tratando de hallar el lugar donde anclar su miedo al mundo, y a la vez excitada por la secreta fascinación que ejerce sobre nosotros contemplar aquello que fue vida y que ya no lo es ni lo será.
Sí, el tiempo es un singular enigma, un fenómeno muy difícil de explicar.

Esas reflexiones que la abotagaron e inundaron desde el suave manto rojizo del crepúsculo hasta que el cielo tiene la línea de claridad que antecede a la mañana, el fino horizonte con un suavísimo violeta. Toda la noche de verbena con sus antepasados, que acudieron serviles a recordarle su lugar en la genealogía, pero Isa ya se va a dormir, y la cercanía de esos fantasmas hace que la llamada de la existencia se oiga con más fuerza, tras su peligroso coqueteo con la eternidad, llamándola a ella misma y clamando por el tiempo que le quedará por vivir.