Nulla dies sine linea

29 enero 2010

Asaltos

Seamos francos, el término segunda oportunidad es más falso que un duro de seis pesetas. Cuando alguien perdona, o dos deciden darse una reválida para recuperar aquél fuego que les marcó, casi siempre acaba en sonoro desastre. La segunda vuelta procura obviar los errores de su predecesora, pero carece de la caga emotiva y la luminosidad de un enamoramiento recién estrenado, sin manchas, sin ultrajes, brillante todavía y sin mancillar por las feroces garras del tiempo y la desidia. Esa oportunidad, que uno ofrece o dos pactan, es una respuesta a la creencia de que se puede reconquistar las pasiones perdidas, el amor cercenado que busca de nuevo una prótesis que no le haga cojear; e intentamos engañar a nuestros instintos para poner de nuestra parte y volver a sembrar ilusión en una tierra quemada.
La coyuntura funciona al comienzo por la alegría de finalmente no perder, del reencuentro, del “esta vez va a ir bien” o no cometer los mismos errores, pero lentamente se cae en la evidencia de estar cosiendo hilo de enfermería en un agujero de bala, donde, subliminalmente, silenciosos, habitan aún ciertos rencores de la fractura, reproches que callan por el bien de la intentona y resentimientos dormitando para no joder la prórroga. Y tarde o temprano terminan por salir a la luz, por abandonar su escondrijo y golpear la mandíbula del otro con toda la fuerza de la herida contenida, viajando directamente desde el resquicio de la primera ruptura, a la que se le intenta poner parches con más empeño que entereza; y cuando las defensas ceden, cuando la realidad se impone y el surco de nuestras esperanzas se filtra por los huecos que aplica una vida agujereada, entonces nos sentamos en el suelo y alzamos la mirada a nuestro alrededor, como un boxeador conmocionado, y todo se nos presenta ante las narices tan real y tan humano que no podemos negar que la culpa fue nuestra por haber vuelto al ring a que nos partieran la cara, cuando ya habíamos salido mal parados en el primer asalto.

28 enero 2010

Sonia

Ella no lo sabe, pero nunca volví a ver de la misma manera a mi hermana desde aquella mañana. Fue un vuelco inesperado, una incursión a una parte desconocida de ella, la sonriente Sonia, la cálida Sonia, tan amable y discreta, tan indiferente a ciertos estímulos, tan despreocupada a primera vista, tan irresponsable en algunas cosas que traen de cabeza a nuestra madre, tan ella y tan vista por todos nosotros que el murmullo que sale de su habitación cuando entona sus cancioncillas es una melodía de fondo a la que no prestar atención. Sonia, que era tan directa y segura, que parecía no tener secretos, ni aristas, ni nada aparte de esa dulzura plácida que encantaba a los hombres.
Aquél día cumplía 23 años. La pequeña había crecido, la misma que yo cogía en brazos con trémula delicadeza procurando no dañar su cabeza de bebé en la foto que hay en la segunda balda del mueble del salón, esa cosita rosada y sin pelo estaba ahora ahí durmiendo sin despertar aún a su cumpleaños. Nunca me aventuraba a invadir su habitación, pero ese día era especial; y con un grito de triunfo exaltado le vacié un cubo entero de agua sobre la cara somnolienta a modo de felicitación. Cabrón desgraciado me llamó en su abrupto despertar, torciendo el gesto y amagando con la mano aunque sus ojos no podían disimular una sonrisa que moría en el borde de los labios sin producirse; y marchó a toda velocidad al baño a secarse, antes de que se fuera a desayunar. Yo miraba complacido las sábanas que intentaban absorber el agua, el colchón empapado. Entonces me fije que, entre un hueco de la cama y la mesita, practicamente imperceptible, existía como un falso cajón, una pequeña rendija en la que apenas podría caber una libreta. Al introducir la mano saqué un cuaderno de tapas azules pulcramente conservado cuya rugosidad era agradable y táctil. Había tan solo una página escrita a bolígrafo. Será alguna carta de amor de esta loca desentendida, pensé. Antes Corroboré que del baño pasó directamentea la cocina y comencé a leer.

“A veces cavilo sobre mí misma y en cada ocasión llego a distintas conclusiones, como si yo no viniera de la otra, como si habitara en departamentos estanco independientes que me modulan y me cambian.
Sé que en etapas he conocido el abismo, amarrándome a la noche para no perder el control, consumiendo los Orfidal a escondidas, sin que nadie notara mi angustia. La ansiedad que recorre tu pecho cuando cabeceas de un lado a otro de la almohada, cuando observas en rostros y personas que todos sonríen igual, que nadie nota nada, aunque tal vez ellos mismos estén también sufriendo o decepcionados de su puta vida. Nadie, ni en esta casa, ni mis amigas ni en el trabajo me conoce lo más mínimo, tiene una imagen distorsionada, la que les ofrece mi disfraz, pero serían incapaces de adivinar mis silencios ni las sonrisas de medio lado, ni las ausencias de mirada perdida ni ninguna otra cosa que prescindo y oculto.
Este dolor que casi puedo morder y me atraviesa por dentro, este fuego sosegado de brasas que se consume a una exasperante lentitud, el clavo en la cabeza, las noches que se acortan, la oscuridad que cubre una forma de vivir plomiza, la incertidumbre de mi felicidad, a la que me aferro, pero que tantas veces amenaza con dejarme, rendirse ella también, buscar otros lugares menos hostiles.
Ni siquiera Juan, que creía tener acceso a mi alma y la llave de mi personalidad, podía hacerse la menor idea. Ni siquiera a él podía contarle que si el invierno me pilla de malas al menos una vez a la semana lloro por las noches, y que me rabia poder llegar a ser tan insegura y no afrontarlo de tú a tú con mi propia persona.
He intentado muchas veces esa utopía de conocerme, pero sigo en ello y Sonia no consigue acceder a Sonia. Tengo una intuición de mi casi absoluta forma de ser, pero siempre son fogonazos, estampas de luz sin agarrar, debido a los uniformes lados del ser humano, y parece que más aún de mí; me siento tan complicada y tan perdida que en ocasiones podría leerme como un libro abierto; eso es, pura contradicción. Estudiarse es la parte más atrayente a realizar entre el cerebro y el alma, o las partes inconexas que rigen la mente de una persona. Tal vez muera sin averiguar en verdad quién soy y como actúo cuando se me exige ponerlo todo.
El viaje más fascinante es el que se emprende una para sí, conectar contigo para poder hacerlo con los demás. Y me sigo alucinando, me pasmo y me quiero, quiebro la voz al recordar un pasaje o me intrigo por la ausencia de noticias de Juan, cuando mi propio pensamiento se creía que lo había eliminado. Pero él no hizo su trabajo y lo pago yo, siempre receptora de todos aquellos residuos mentales que el propio cerebro se niega a detonar. Así seguiré en esta travesía que, vista como algo positivo, puede llegar a ser emocionante, aunque se tenga que pagar el precio, el de los bajones, el desconcierto, el aturdimiento, las subidas de una montaña rusa si te atreves a redescubrirte con intensidad. Pues no quiero llorar más, pero no lo controlo; no quiero más Cipralex ni más automedicación, no quiero que me golpee el vacío ni que las ausencias pesen, no quiero estar el lunes de buen humor y el martes clamando por él. Y maldita sea, desconozco la solución. A si que habrá que limitarse únicamente a vivir, y con una misma convivir lo mejor que se pueda, siempre buscándose, siempre en tanteo, siempre a la expectativa.
Dentro de tres días es mi cumpleaños y ahí estaré, dispuesta a reventar un año más, con el objetivo de ahondar un poco más en los recovecos de esta existencia a la que no pienso dar descanso, y en la que llorar y perderse sólo será una tregua, para coger más oxígeno”.

27 enero 2010

Ausencias



Cuando pienso que me he acostumbrado al volumen de la ausencia de Carmen, descubro que es él quien se acostumbró a mí, a habitarme, a convivir con cada una de mis aristas y mi cerebro asistente, opaco y adormecido en descubrir que el tiempo únicamente hace que asimiles el dolor, no que lo cures.
Siempre pensando en acortar distancias, en estos cuatro años desde que se fue cavilé la forma de irme cerca de su nuevo entorno, que desconozco por esta vez, pero al que ahora estará tan adaptada y habituada que seguro no piensa en la persona que dejó tras siete años, con un simple y pérfido cruce de miradas, con un gesto ahogado de súplica que nunca fue interpretado o tal vez se condenó a sí mismo a ser ignorado; en las despedidas casi siempre es mejor que retruene el silencio y que hable por los dos.
Cuando pienso que me he acostumbrado al volumen de la ausencia de Carmen, me despierto agitado y confuso a mitad de la noche, y creo percibir su perfume embriagando las sábanas y la almohada, en el lado en el que ella siempre se ponía, y se presenta tan real que tengo que moverme y alzar los ojos escrutando la habitación en la oscuridad, hasta que el olor, el recuerdo de esa fragancia, desaparece y vuelve a ser una extraña jugada de la memoria. Breve pero suficiente, lo necesario para que la melancolía me recuerde que ella sigue existiendo en alguna parte del mundo, y seguramente tenía ya olvidados aquellos pasajes que fueron nuestros, la forma de pasear divertidos, sus abrazos rápidos o ese profunda necesidad de amor cuando llegaba la noche y con mi cuerpo abrazaba su temblor en invierno. Era tan grande y tan humana que podía escuchar los latidos de su corazón e interactuar con su alma, su ser, descubrirla y desnudarla para mí y beber su goce de mujer.
Tal vez el conservar aún estos momentos fatuos le estoy dando vida e impulso al recuerdo, y es por eso que la ausencia se acostumbra a vivir conmigo, y con su pesada y negra presencia me dice que el pasado nunca se repite y un amor que te marcó de esa manera no va a volver de la mano con esa persona, a la que dejaste en tu lista personal de los siempre presentes seres heridos, a pesar de que ni las fulanas de una noche, ni las barras de los antros de música de jazz y conversaciones grupales o solitarias, ni el trabajo que me agota, ni todas las cervezas que se apilan en la basura ni los restos de vodka en la alfombra, ni básicamente seguir con mi vida, van a lograr que yo la olvide.
Alimentar la esperanza es inútil, pero durante un tiempo pensé en conseguir rastrear su pista, siempre viajante, nunca en una ciudad ni país más de seis meses, y presentarme ante ella sólo para ese café que quedó pendiente, una explicación sin que se vuelvan reproches, y necesitaría aguantar firme la manera de mirarla y el eco lejano de cuando no era nómada y creía en lo nuestro.

Pasan más primaveras y me cercioro de que no volveré a ver a Carmen, y que nunca volví a querer igual. Es una farsa buscar en otra persona las virtudes anheladas, cubrir los huecos; termina siendo una segunda piel, ceder por compasión un ático en una esquina del corazón, que sólo tiene una dueña desde que le juré las estrellas en una playa de Valencia.
Esta ausencia es como un reloj sin manecillas, a la deriva en el tiempo que desconoce las horas y sólo las cuenta por años, que tiene recursos para engañarte y para esconder sentimientos que luego el mismo tiempo se encarga de volver a lanzar, sobre tu estampa descubierta e insegura, a una boca vacía de besos que sienten, sin saberlo, el destello de uno de los más memorables, un día en concreto, se aparece en tu memoria ese momento y entonces naufragas de nuevo en el sumidero descendente de los sueño, cuyo final sólo es la soledad previa a la muerte, último reducto del que amó, pensar una vez más en el más preciado recuerdo de su amor, ladear la cabeza, cerrar los ojos, fundirse y apoyarse en una eternidad cuya compañera de cama es la nada.

26 enero 2010

Por olas y sueños

Cuando era lo suficientemente joven para tener licencia aún para ciertos sueños, vivía la vida como si fuera una partida de póker en la que las cartas están marcadas, la jugada estudiada y el premio partido para repartir, sólo era cuestión de tiempo ganarlo, pero era inevitable. Tenía muy claro lo que quería y en mi ingenuidad pensaba que estaba todo controlado, que era la forma que debía. Nada, ni tu ímpetu y tus ganas de inventar, podían desviarme de la huella que tenia que pisar, aunque no encajara con la mía.
Y ahora que entro en el invierno de mi vida, que ya no tengo derecho a soñar, aprendo con una desesperada carga que en verdad nunca tuve intención de querer cambiar el rumbo de ese destino. Miro atrás y en mi alma llora una vieja melodía; hoy me duelen tus ojos que aún resqueman aunque no me alumbren, que observan en la oscuridad con un leve reproche para echarme en cara participar en la existencia con la partida terminada antes de empezarla, y me dejaste ir para salvarte a ti misma pero condenándome al desgaste y deterioro del equipaje donde iban mal atadas mis ilusiones de estabilidad, para que triunfara mi educación pero perdieran mis sentimientos, a favor de vivir con comodidad y en detrimento de amar con intensidad.
Fuiste tú la que te cansaste de verme perder empeñado en acabar esa partida prediseñada aunque no tenia interés en la emoción de jugarla; nunca supe templar de verdad la delgada línea entre lo que quería y lo que debía, vendí toda mi ilusión por un envejecimiento prematuro y pacté un acuerdo con cláusula que impedía volar. Atado a unos besos perpetuos que ya no me arañaban el corazón y tú escapando para dejarme vender mi vida en brazos de una adolescencia amputada, hoy sé que no puedo perdonarte que te rindieras, queriendo perder para que yo también lo hiciera, sabiendo en la distancia que sólo soy un cúmulo de sonrisas y buenas intenciones, de reuniones, de disfraces, de fingir y de miedo a no volver a sentir nunca más la plenitud de ese fuego abrasando por tu piel y el temblor de una sonrisa nerviosa cuando el silencio no es de aquellos incómodos porque la conversación se ha quedado sin nada que hablar, si no callar de tantas cosas que podríamos decir.
Cuando era lo suficientemente joven para tener licencia aún para ciertos sueños, nos los deje entrar, te eché de mi vida por miedo a temblar todos mis cimientos en que estaban constituidas mis certezas e intenciones, y ahora daría todo lo que no tengo por que todo fuera como aquella vez que hablablas risueña y despreocupada, caminando por una arena que marcaba una lejana línea en el horizonte, entre espumas de olas que jamás cesaron en mi memoria y afrontando el presente con una ilusión no pactada de un futuro que nunca llegaría.

Un golpe

Algunas películas llegan en un determinado momento de tu vida y actúan como un golpe en las entrañas, te muestran una realidad, te abren los ojos a un pensamiento o se identifican con tu estado, tu inquina, tu plenitud o tu derrota. Parecen irrumpir puntualmente en el momento justo, y se aposentan en tu alma de una forma que quedará marcada para siempre, y la propia relación con esa película siempre será personal, de tú a tú, una cosa entre dos, aunque sea el vicio o el desagrado de millones de personas.
A Marcos, el doloroso relato de la muerte anunciada de Burt Lancaster en ‘Forajidos’ le hizo ver en su desdicha y en la figura perversa de Ava Gardner su propia tragedia personal, y el desconsuelo se apoderó de él hasta límites de plantearse el dejarse llevar.
Raquel estuvo agobiada por una penosa y difícil situación económica, dejó atrás cosas muy importantes cuando tuvo que abandonar su ciudad y todo su mundo conocido, por eso el angustioso drama de ‘Las uvas de la ira’ le caló muy hondo en su momento, y la marcha en plena noche, en una huida sin final de Henry Fonda en el epílogo, ostenta un rincón inamovible en sus desgarros personales.
Héctor lloró de escalofríos la primera vez que vio ‘Días sin huella’, al descubrir la viva imagen de su padre en el atormentado alcohólico Ray Milland, y también porque la historia de su progenitor no tenía esta vez un final feliz.
Jaime sabe que la vida no le otorgó un rostro angelical ni privilegiado, pero su bondad y buen humor le sirven para acercarse a muchachas que no tengan un punto de apoyo en la superficialidad caprichosa, y tiene de referencia inaudita y añorada a ‘Marty’, guardada como oro en paño. Carlos sacó a su mujer de los peores ambientes y un destino incierto y le dio una casa y una familia, como la segunda oportunidad que la vida diera a la Monroe de ‘Río sin retorno’, y así también regalarle masajes en las piernas y pies cuando sienta frío, igual que hiciera Robert Mitchum.
Para un periodista como Francisco, hastiado y desengañado del populismo, de la manipulación y las miserias de su profesión, no puede haber otra identificación más plausible que la de ‘El gran carnaval’.
Sara sueña que vuelve a su propio Innisfree, que consigue dejar atrás el doloroso pasado, que su tierra la espera para otorgarle el amor y la tranquilidad de sus raíces y que será tan memorable y precioso como en ‘El hombre tranquilo’.
La defensa de la inocencia ante los peligros que siempre quiso atesorar un abogado como Luis marcó su carrera, así como la figura inmaculada de su padre, y cuando en mitrad de un proceso apareció en su vida ‘Matar a un ruiseñor’ la emoción contenida sólo pudo ser canalizada por vellos en punta.
Sergio vivó su propia venganza con odio, de la pérdida de lo que más quería, y sólo encuentra consuelo en las complicadas, estudiadas, bellas y especiales imágenes de ‘El manantial de la doncella’.
De golpes de la vida, de no renunciar y de ser testarudo y desgraciado entiende bastante Borja, que cuando le expulsaron de su tercer colegio llegó el personaje de Luke Jackson y su ‘Leyenda del indomable’ y le marco una referencia a idolatrar, como actitud en la vida, aunque eso implicara retorcer aún más su camino.
Para Rosa y David, el estremecedor reflejo que les ofreció ‘Revolutionary Road’ llegó demasiado tarde, y su matrimonio y sus existencias ya estaban abocadas a una desesperante rutina, con todos los sueños rotos.
Jesús sufrió un ataque de emoción con “porque sueño no estoy loco” de la autodestructiva e implacable ‘Léolo’, con el Cold Cold Ground de Tom Waits bañando esa cinta tan inolvidable y personal. Él se siente, con toda su crudeza, muy cercano a ese niño.

22 enero 2010

Sensaciones

Cuánto ha pasado desde entonces, y qué implacables momentos nos brinda el destino para ofrecernos una virulenta sacudida y mostrarnos algo, que por escondido y subyugado, no habíamos logrado ver en la luz.
Si me hicieran firmar ante un juez aseguraría que ya tan sólo tengo un vago recuerdo de su imagen, tan ajena y extraña a mi memoria como un chispazo fugaz de un rostro mezclado entre muchos. Pero maldita sea, recuerdo cada detalle, cada forma de su cara y hasta las líneas marcadas que bordeaban su sonrisa, esa dulce expresión de desconcierto e inocencia, recuerdo perfectamente que llevaba una blusa beis y una larga falda plisada. Sé que cuando pensaba entornaba los ojos a la derecha y que al hablar con contundencia sus cejas se arqueaban en forma de ‘u’ al revés.
Estaba al fondo de aquella barra tan atestada y tan solitaria, ruidosa y sucia como las avenidas que bombean cerca del corazón. Me extrañé a mi mismo, tan indiferente siempre a impactos inmediatos que la sorpresa tuvo aires de insólita al descubrirme mirándola, entre intrigado y abstraído, con una especie de complacencia embaucadora. No sé cómo llegué a su lado pero de repente ahí estaba, estrenando mi mejor sonrisa y mustiando una consigna a modo de saludo.
Su conversación era tan risueña y cálida como desconcertante su soledad. Era uno de los pocos sábado noche previos al cambio por lo que me bastaba con mi propia compañia, pero ella era inquietante aunque agradablemente naufraga en un tumulto de voces e intrascendencias. Al comienzo hablé por no callar y permanecí porque ya estaba ahí, pero según avanzaba el diálogo el alrededor desaparecía y en mi interior algo se alumbraba de forma candorosa. Sé que la miraba como se observa una escultura masculina desnuda en un museo, con serenidad, ocultando alguna turbación, impertérrito, actuando de tal manera que nadie de los cercanos pudiera notar algún síntoma de pudor. Pero mis ojos iban cediendo y se adueñaba de ellos el apreciable fulgor del encanto, la imposible de camuflar chispa de la atracción.
Y me despedí antes de que entrara en juego un peligro de fuerzas mayores.
Mi padre siempre me dijo que de la misma manera que cuando se desea algo de verdad hay que llegar tan lejos como haga falta y poner todo lo posible e imposible para alcanzarlo, también antes de tomar una decisión, si aparece fugazmente la brizna de la duda, si la seguridad no es integra e indisoluble y casi tangible, mejor no moverse.
Y fue la mejor decisión que tomé en mi accidentada vida. No podía hacerlo después de las sensaciones que me habían invadido en esa barra, tras atacarme una mirada de esa manera y brotar sobre mi pecho un sentimiento ascendente, ráfaga cálida de plenitud. Todo seguía igual tras el encuentro, pero también me turbaba saber que fui capaz de percibir y palpar evocaciones de esa manera, hacía tiempo que no me notaba así ni un cuerpo y una voz me sugerían tantas ganas de seguir conociendo. Entonces era cierto que fallaban engranajes fundamentales sin saberlo. Al ocurrir, podría repetirse más adelante y sería demasiado tarde. Por eso di el paso.
Cuando entré en el salón mi padre miraba absorto el cuadro del parque. Me saludó y enseguida viró el semblante al ver mi rostro. Sus ojos y su silencio preguntaban. Yo agache levemente la cabeza, pero mi voz sonó firme: 'Hay que cancelarlo todo, no me caso', le dije.

18 enero 2010

Invisible



Era lacónicamente bella y de una supuesta inaccesibilidad a sus flaquezas que asustaba, cuando la conocí en esa etapa donde la adolescencia cede en su apogeo y vamos tímidamente entrando en el mundo de los adultos.
Los demás chicos del pueblo creían que era dura, una borde sin sentido del humor. Tenía una mirada canela y perdida entre sus ensoñaciones. En ocasiones tan metida en sí misma que me intrigaba lo que pensaba, qué se ocultaba detrás de esa forma de permanecer ausente y la impresión de que no escuchaba. La recuerdo esperando en el quiosco de la avenida, apoyada contra la pared, torciendo el gesto al verme aparecer, una leve y casi inapreciable mueca de alegría, de quien parece esperar a alguien de forma indiferente pero en su interior algo da un pequeño vuelco con su llegada. A veces caminaba con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones, pateando piedras a su encuentro en el camino, sacando un cigarrillo de un paquete menesteroso y arrugado que volvía a guardar con desdén. Hubo días en que a llegar a lo alto de la colina, después de decir ambos tonterías o hacerme algún que otro desprecio, yo sabía con habilidad como dirigir la conversación y ser todo lo humano y sensible que podía, y notaba su estremecimiento, su emoción; con la certeza de que estaba tan a gusto conmigo que no cambiaria ese momento por nada ni por nadie.
Algunos bienintencionados muchachotes, con muy alta estima de si mismos y carentes de sesera, farfullaban consignas de procedimientos con una chica, de la manera de atraerla a su opción y alardear de tácticas y conquistas dignas de un mentecato. Pero no existe acción comparada a saber crear el extraño vínculo que te une con una mujer. A mí me bastó con hacerla sentirse deseada. No hay nada que despierte más las pasiones en ellas. Conseguía que se supiera atractiva con cada mirada que le profesaba, ser tierno cuando era necesario, transmitirle seguridad. Aprendí a adivinar por las miradas y gestos de su esculpido rostro cuando anhelaba una caricia o cuando era el momento adecuado para un sensual beso, supe hasta identificar las diferentes alteraciones de su respiración, ponerle identidad a cada movimiento, jugar las bazas del erotismo o del cariño según los estímulos y señales que percibía, tan inapreciables a los sentidos inexpertos. Intentaba encajar las palabras perfectas en cada momento adecuado como enlazar eslabones de una cadena.
Por eso no hacen falta estrategias ni planes, lo único que se necesita es la naturalidad, para conectar, saber escuchar lo que su mirada y su cuerpo transmite, beber la vida que desprende su olor, hermanarte con su piel y ser confidente de sus sonrisas, guardián de sus secretos y miedos que confiese con una naturalidad apabullante por qué la haces sentirse protegida, cómoda contigo y segura de que esos invisibles lazos son reales, tan fuertes como un duro mosquetón de acero.
En dos veranos supe sacar todo de ella, poquito a poco, hasta ser el único que podía resbalar por sus ojos ausentes sin caerme, hasta tener la llave a su rictus inquebrantable y ser su protector.

08 enero 2010

Existir, esperar

Conseguí un piso, en mi primer año de autónoma, en un edificio antiguo, un primero sin ascensor, pero tremendamente hospitalario, aunque en las noches muy silenciosas, al llegar a casa y poniendo mucha atención, podías notar ciertos resquicios de melancolía y tiempo (o melancolía del tiempo) que embadurnaba su estructura, como una capa invisible que recordaba que muchas vidas y caras fueron huéspedes entre esas paredes antes que yo.
Matilde vivía enfrente, cruzando el pequeño pasillo que separaba nuestras puertas. Era una anciana que habitaba en su siempre cerrada guarida, a unos metros de donde yo dormía, comía y trabajaba, pero nuestra relación apenas se podía extender al saludo de rigor cuando coincidamos para bajar las escaleras, a la cortesía de ofrecerme para subir las bolsas de la compra y honrosas e intrascendentes actividades de ese estilo.
Era una vieja viuda, su marido había muerto quince años atrás y su única compañía en su casa, colindante con la mía pero tan opuesta, eran cuatro gatos que parecían tener la misma aburrida y pesada existencia, vagos y renqueantes en su caminar cuando la acompañaban alguno de ellos, esperando llegar al sofá para dejar la vida pasar.
Sus pisadas al subir las escaleras, en esas raras ocasiones que salía de casa, eran duras e intermitentes, y a veces, cuando sentía ese sonido seco y cargado, observaba desde la mirilla y la veía avanzar hasta su puerta, fatigosa de esos míseros escalones, y sentía una piadosa lástima por una soledad tan pronunciada, un existir sin más ambición que la de continuar cada día, acumulando atardeceres con la misma indiferencia que aquellos felinos que se recostaban entre mantas de un fuerte olor antiguo, mirando a su alrededor sin ninguna mueca de ilusión.
Por las noches oía el eco cercano de la radio, puesta a un volumen tan excelso que podía seguir los programas. Supongo que la anciana prefería la cálida compañía de las ondas de su aparato que tirar el tiempo frente a la indeseable programación de la televisión.
La certeza de su presencia en su reducto llegó a ser tan habitual y aceptada como el murmullo de los coches en la calle o la endiablada cuesta de la acera, era algo que estaba ahí, y no me ocupaba más minutos ni más pensamientos.
Por lo que pude intuir no tenía más familia que esos animales y la voz de los locutores de la radio. Esa que sonó sin descanso día y noche durante dos jornadas completas. La alarma saltó cuando regresaba de tomar un café con una amiga y en el momento que introducía mi pesada llave en la cerradura, por encima del sonido eléctrico del receptor, percibí el angustioso maullar de los gatos, en el mismo momento que un olor agrio, nauseabundo, ligero donde yo estaba pero repleto de consistente forma repulsiva, llegaba a mi sentido como un toque de atención.
Los empleados que sacaron el cuerpo tapado por una sábana y rígidamente puesto sobre una camilla hablaban entre ellos de cosas ajenas y hacían su trabajo mecánicamente, con la misma tibia desenvoltura que el que camina por la calle y observa en la cancha un partido de baloncesto que no le interesa. Pero medité que tras ese piso que dejaban vacío a sus espaldas, durante años vivió una persona que seguramente en la casi totalidad de su vida no aportó demasiado al común de la humanidad, pero en su momento fue amada y amó, tuvo la vana esperanza de acabar en otro lugar y otro momento que no fuera rodeada de gatos en un lúgubre primer piso de un edificio fósil. Y qué lejos le quedó el equipaje de las ilusiones, qué agrio era el perfume de los sueños apagados, no rotos, apagados por el imparable trascender de la vida, que va mermando poco a poco sin darte el definitivo golpe, va dejando que uno sólo se haga a la idea y vaya diluyéndose dentro de él la ilusión de haber sido diferente, de esperar otra cosa que el hastiado desfilar de las semanas, los meses y los años sin nada ya a que lo aferrarse.
Nadie preguntó, nadie depositó un anónimo recuerdo sobre la puerta, esa que observo de vez en cuando, cerrada, muda, tan brutal e impertérrita como en los anteriores lustros; pero ya no oigo la radio que se había convertido en una sonoridad de fondo a la que no prestar atención, ahora invade también mi piso un silencio molesto que me hiela el interior y me sacude en un escalofrío del que no puedo desprenderme.