Nulla dies sine linea

08 enero 2010

Existir, esperar

Conseguí un piso, en mi primer año de autónoma, en un edificio antiguo, un primero sin ascensor, pero tremendamente hospitalario, aunque en las noches muy silenciosas, al llegar a casa y poniendo mucha atención, podías notar ciertos resquicios de melancolía y tiempo (o melancolía del tiempo) que embadurnaba su estructura, como una capa invisible que recordaba que muchas vidas y caras fueron huéspedes entre esas paredes antes que yo.
Matilde vivía enfrente, cruzando el pequeño pasillo que separaba nuestras puertas. Era una anciana que habitaba en su siempre cerrada guarida, a unos metros de donde yo dormía, comía y trabajaba, pero nuestra relación apenas se podía extender al saludo de rigor cuando coincidamos para bajar las escaleras, a la cortesía de ofrecerme para subir las bolsas de la compra y honrosas e intrascendentes actividades de ese estilo.
Era una vieja viuda, su marido había muerto quince años atrás y su única compañía en su casa, colindante con la mía pero tan opuesta, eran cuatro gatos que parecían tener la misma aburrida y pesada existencia, vagos y renqueantes en su caminar cuando la acompañaban alguno de ellos, esperando llegar al sofá para dejar la vida pasar.
Sus pisadas al subir las escaleras, en esas raras ocasiones que salía de casa, eran duras e intermitentes, y a veces, cuando sentía ese sonido seco y cargado, observaba desde la mirilla y la veía avanzar hasta su puerta, fatigosa de esos míseros escalones, y sentía una piadosa lástima por una soledad tan pronunciada, un existir sin más ambición que la de continuar cada día, acumulando atardeceres con la misma indiferencia que aquellos felinos que se recostaban entre mantas de un fuerte olor antiguo, mirando a su alrededor sin ninguna mueca de ilusión.
Por las noches oía el eco cercano de la radio, puesta a un volumen tan excelso que podía seguir los programas. Supongo que la anciana prefería la cálida compañía de las ondas de su aparato que tirar el tiempo frente a la indeseable programación de la televisión.
La certeza de su presencia en su reducto llegó a ser tan habitual y aceptada como el murmullo de los coches en la calle o la endiablada cuesta de la acera, era algo que estaba ahí, y no me ocupaba más minutos ni más pensamientos.
Por lo que pude intuir no tenía más familia que esos animales y la voz de los locutores de la radio. Esa que sonó sin descanso día y noche durante dos jornadas completas. La alarma saltó cuando regresaba de tomar un café con una amiga y en el momento que introducía mi pesada llave en la cerradura, por encima del sonido eléctrico del receptor, percibí el angustioso maullar de los gatos, en el mismo momento que un olor agrio, nauseabundo, ligero donde yo estaba pero repleto de consistente forma repulsiva, llegaba a mi sentido como un toque de atención.
Los empleados que sacaron el cuerpo tapado por una sábana y rígidamente puesto sobre una camilla hablaban entre ellos de cosas ajenas y hacían su trabajo mecánicamente, con la misma tibia desenvoltura que el que camina por la calle y observa en la cancha un partido de baloncesto que no le interesa. Pero medité que tras ese piso que dejaban vacío a sus espaldas, durante años vivió una persona que seguramente en la casi totalidad de su vida no aportó demasiado al común de la humanidad, pero en su momento fue amada y amó, tuvo la vana esperanza de acabar en otro lugar y otro momento que no fuera rodeada de gatos en un lúgubre primer piso de un edificio fósil. Y qué lejos le quedó el equipaje de las ilusiones, qué agrio era el perfume de los sueños apagados, no rotos, apagados por el imparable trascender de la vida, que va mermando poco a poco sin darte el definitivo golpe, va dejando que uno sólo se haga a la idea y vaya diluyéndose dentro de él la ilusión de haber sido diferente, de esperar otra cosa que el hastiado desfilar de las semanas, los meses y los años sin nada ya a que lo aferrarse.
Nadie preguntó, nadie depositó un anónimo recuerdo sobre la puerta, esa que observo de vez en cuando, cerrada, muda, tan brutal e impertérrita como en los anteriores lustros; pero ya no oigo la radio que se había convertido en una sonoridad de fondo a la que no prestar atención, ahora invade también mi piso un silencio molesto que me hiela el interior y me sacude en un escalofrío del que no puedo desprenderme.

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