Nulla dies sine linea

29 diciembre 2009

La nuca

Como cada día sale el sol, gélido aún, con una timidez que tarda en inundar de luz potente los lugares que baña, y todo se desarrolla con el mismo protocolo silencioso de cada mañana.
Bajo las escaleras de esta casa que aún extraño y los pies desnudos pisan unas alfombras de áspera dureza que me resulta desconocida, la música de la radio me acompaña mientras desayuno con intermitentes tragos al zumo y fugaces vistazos al reloj de la pared. Al abrir la puerta de la calle los restos de la tenaz helada del amanecer me saludan, y me respingo con la bolsa a cuestas. Así comienza otro día en un país que no es el mío y en otra casa y con otro semblante en mi rostro; no me quejo de mi puesto ni de cómo me va, pero me sorprendo a menudo paseando y pensando en las historias que hay tras mi nuca y en todo lo que se ha quedado atrás silenciado, en lugares que ya no visito y ciudades por las que ya no paso, porque están impregnadas de ese compañero terrible e inaccesible que es el pasado. Si echo la vista atrás el manojo de recuerdos nunca se reduce a largas situaciones, siempre es el roce de una mano, una mirada, una palabra dicha desde la temeridad de la sinceridad, el olor de una tarde, el amargo sabor de apurar un perdón más. Pero son esos pequeños detalles los que más se tardan en irse, los que quedan cobijados en algún lugar del cerebro e intentan el abordaje de tu melancolía en diferentes momentos.
Salgo, miro cervecerías y luego desgasto un sábado más en locales, mecánicamente, sin esperar sentir más de lo esperado; y hablo con mujeres, y lo paso bien, y dejo a los sentidos ceder ante el agradable efecto del ron, e intercambio miradas de complicidad con hermosas desconocidas y alguna vez despierto y me voy sin un hasta luego, pero os aseguro que no existe nada como notar los restos de días mejores y de barras donde intercambiabas sensaciones verdaderas, y saber que lo que tienes ahora sólo es una implantación artificial, sólo son parches, amnesia impuesta para acallar las últimas llagas de eso que algunos románticos llaman amor. Y es algo que permanece. Que por muchos bares que recorra y muchas fiestas que cierre ese invisible olor de su perfume y el regusto de los tragos embelesado en su pelo nunca desaparece.
Antes siempre la soñaba y sabía que la tenía cerca, ahora me parece que su sonrisa vive a diez mil años luz de mi salón gris. Y compruebo que los kilómetros de por medio sólo añaden dolor, pero más que ella lo que más repercute en los recuerdos es esa certeza de que lo que tenía entonces, en un país que no es el mío y en otra casa y con otro semblante en mi rostro, era lo más parecido a la felicidad.

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