Nulla dies sine linea

01 diciembre 2009

Números

En mis nada lejanos años de corresponsal, antes de que la cojera me apartara de batallitas y me convenciera de sentarme en una redacción a dar a la tecla, fue mi fiel acompañante el cámara Jaime Torbado, imponente y menudo muchachón de espaldas como tendales y un temple de hierro. Allí donde las ponían tiesas y había que mandar a alguien, allí ibamos los dos, como una pareja de hecho; y de hecho eramos los reporteros más respetados a esta parte de los Pirineos. Cada uno en lo suyo. Yo mirando, escribiendo y cavilando. Guardando en la memoria lo que veía, para luego informar. Él con su cámara a cuestas, reflejando cosas que tan sólo podían ser contadas sin palabras. Y qué huevos le echaba. Se acercaba tanto allí donde repartían pepinazos que podía oír las balas silbar por encima de su cabezota.
Recuerdo una vez en Kosovo que iba detrás suya con los testículos a la altura del cuello de la camisa cuando un obús nos cayó tan cerca que las pestañas se nos pusieron morenas, y al llegar corriendo a cobijarnos tras unos escombros, de la tensión acumulada nos empezamos a partir el culo de risa. Un descojones brutal, mientras unos metros más atrás, un guiri de la NBC nos miraba como a dos putas cabras.
A Jaime en su tiempo libre le gustaba sentarse a mi lado, sacar la petaca de su montante y con la mirada puesta en el horizonte contaba historias de furcias en El Raval de Barcelona.
Juntos recorrimos algunos de los lugares más sórdidos de Serbia, en una época en que la muerte esperaba a cada ciudadano en el campo de batalla.
Ambos pactamos en una insensatez muy nuestra algo que nos unió. Una noche, en un poblado de África de cuyo nombre no puedo acordarme, un rústico tatuador negro como la noche nos llenaba de la misma tinta el hombro izquierdo, mientras reíamos y chillábamos con sendas botellas en la mano. A la mañana siguiente el descojone también fue considerable.
En Irak cada poco nos informaban de periodistas de cualquier país a los que les habían dado matarile. Fuego amigo decían. Nunca nos importó, le habíamos perdido todo respeto a la guerra. Sobre todo Torbado, que cada vez parecía un soldado más entre ese horror, infiltrado con su cámara hasta las primeras líneas.
Sólo una vez lo vi titubear. Partidario de grabar todo lo que acontece, cuando llegamos a un pueblo iraquí donde la aviación había bombardeado una escuela, mirando los cuerpos destrozados y los restos calcinados de aquellos niños, Jaime apagó su cámara, dio media vuelta y se fue al jeep sin decir palabra en el resto del día.
Apretaba el ejército americano en su máxima ofensiva previa a la caída del régimen, cuando una imprevista maniobra de ambas partes nos pilló en el medio de una lluvia de fuego. Un destartalado sótano cerrado fue mi refugio cuando las vi muy jodidas. Llamé a Jaime que se dedicaba a coger planos para que viniera, pero el loco desgraciado se empeñó en recoger ese burtal e impactante espectáculo visual. Lejos de venir, avanzó hasta ponerse tras una columna que estaba en mitad de la nada. Yo gritaba como un loco pero no me podóa oír por el ensordecedor estruendo de la artillería.
Fue una ráfaga de metralleta de tanque de la que partió la bala que le atraveso la arteria femoral de parte a parte. Al ver su pierna ceder como si fuera chicle, me lancé corriendo y llegué donde él estaba. Lo agarré en un seco golpe y me lo puse a los hombros. Él se limitaba a decir cagamentos y a maldecir. Cuado quise oír el característico silbido fue demasiado tarde. Una seca explosión y todo se me volvió negro.
Cuando desperté estaba en un hospital y había perdido el pie. Prótesis al canto para eludir la silla de ruedas. A Jaime la explosión no lo mató, pero la herida de la pierna le hizo desangrarse antes de llegar a un puesto de campaña.
Las noticias internacionales se centraron en el éxito de una de las ofensivas finales y en el derrocamiento del régimen. El número de vícitimas entra a formar parte de la estadísitca, y los periodistas muertos en el ejercicio de su profesión son tan sólo un número. Algo incómodo con lo que hay que contar.
Jaime no hubiera deseado otra cosa, no querría ningún reconocimiento del estado. Tan sólo el de la gente que estuvo con él. Muchas son las veces que miro el tatuaje de mi hombro y recuerdo esa noche, ebrios de peligro, dejados de la mano de Dios, en las que nos reíamos de la muerte.

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