Nulla dies sine linea

27 enero 2010

Ausencias



Cuando pienso que me he acostumbrado al volumen de la ausencia de Carmen, descubro que es él quien se acostumbró a mí, a habitarme, a convivir con cada una de mis aristas y mi cerebro asistente, opaco y adormecido en descubrir que el tiempo únicamente hace que asimiles el dolor, no que lo cures.
Siempre pensando en acortar distancias, en estos cuatro años desde que se fue cavilé la forma de irme cerca de su nuevo entorno, que desconozco por esta vez, pero al que ahora estará tan adaptada y habituada que seguro no piensa en la persona que dejó tras siete años, con un simple y pérfido cruce de miradas, con un gesto ahogado de súplica que nunca fue interpretado o tal vez se condenó a sí mismo a ser ignorado; en las despedidas casi siempre es mejor que retruene el silencio y que hable por los dos.
Cuando pienso que me he acostumbrado al volumen de la ausencia de Carmen, me despierto agitado y confuso a mitad de la noche, y creo percibir su perfume embriagando las sábanas y la almohada, en el lado en el que ella siempre se ponía, y se presenta tan real que tengo que moverme y alzar los ojos escrutando la habitación en la oscuridad, hasta que el olor, el recuerdo de esa fragancia, desaparece y vuelve a ser una extraña jugada de la memoria. Breve pero suficiente, lo necesario para que la melancolía me recuerde que ella sigue existiendo en alguna parte del mundo, y seguramente tenía ya olvidados aquellos pasajes que fueron nuestros, la forma de pasear divertidos, sus abrazos rápidos o ese profunda necesidad de amor cuando llegaba la noche y con mi cuerpo abrazaba su temblor en invierno. Era tan grande y tan humana que podía escuchar los latidos de su corazón e interactuar con su alma, su ser, descubrirla y desnudarla para mí y beber su goce de mujer.
Tal vez el conservar aún estos momentos fatuos le estoy dando vida e impulso al recuerdo, y es por eso que la ausencia se acostumbra a vivir conmigo, y con su pesada y negra presencia me dice que el pasado nunca se repite y un amor que te marcó de esa manera no va a volver de la mano con esa persona, a la que dejaste en tu lista personal de los siempre presentes seres heridos, a pesar de que ni las fulanas de una noche, ni las barras de los antros de música de jazz y conversaciones grupales o solitarias, ni el trabajo que me agota, ni todas las cervezas que se apilan en la basura ni los restos de vodka en la alfombra, ni básicamente seguir con mi vida, van a lograr que yo la olvide.
Alimentar la esperanza es inútil, pero durante un tiempo pensé en conseguir rastrear su pista, siempre viajante, nunca en una ciudad ni país más de seis meses, y presentarme ante ella sólo para ese café que quedó pendiente, una explicación sin que se vuelvan reproches, y necesitaría aguantar firme la manera de mirarla y el eco lejano de cuando no era nómada y creía en lo nuestro.

Pasan más primaveras y me cercioro de que no volveré a ver a Carmen, y que nunca volví a querer igual. Es una farsa buscar en otra persona las virtudes anheladas, cubrir los huecos; termina siendo una segunda piel, ceder por compasión un ático en una esquina del corazón, que sólo tiene una dueña desde que le juré las estrellas en una playa de Valencia.
Esta ausencia es como un reloj sin manecillas, a la deriva en el tiempo que desconoce las horas y sólo las cuenta por años, que tiene recursos para engañarte y para esconder sentimientos que luego el mismo tiempo se encarga de volver a lanzar, sobre tu estampa descubierta e insegura, a una boca vacía de besos que sienten, sin saberlo, el destello de uno de los más memorables, un día en concreto, se aparece en tu memoria ese momento y entonces naufragas de nuevo en el sumidero descendente de los sueño, cuyo final sólo es la soledad previa a la muerte, último reducto del que amó, pensar una vez más en el más preciado recuerdo de su amor, ladear la cabeza, cerrar los ojos, fundirse y apoyarse en una eternidad cuya compañera de cama es la nada.

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