Nulla dies sine linea

13 enero 2011

Dos lecciones

Crecí rodeado de la más absoluta ignorancia, convencido de que todo era blanco y negro, que no se podía discutir nada de lo establecido porque los mayores eran más sabios y por tanto debían tener razón. Cuando tuve un poco más de edad, yo mismo me asombraba de la propia doble moral que nos habitaba, allá en mi pequeña villa, y mi corazón se subleva de asco. Veo en mi memoria aquellos rostros de mujeres mayores atravesados por el otoño del tiempo, con sus contubernios repugnantes, aquellas eternas chismorrerías y aquella constante hipocresía.
Convencido de que fingir no entra dentro de mis planes, me lo replanteo ahora tirado en la cama, con ese regusto extraño a derrota y whisky. La sinceridad era algo necesario, nunca un mérito. El autoengaño sólo nos convierte en cobardes, farsantes de nuestra propia existencia. Los prejucios de la sociedad viven aún en nosotros, como una sombra que no vemos pero que forma parte de una extensión del cuerpo, reflejada en los demás.
No sé cuántas veces me repitió mi padre que luchara por lo que quería, que sólo del esfuerzo llega la recompensa, que levantarse no es una oportunidad sino una obligación. Sin rendición. Se escapa la vida en cada momento que dudamos, que nos detenemos en el borde del precipicio en vez de saltar y...zambullirte en el mar. No suelo pensarme mucho las cosas, no hay saliente del que no me haya tirado.
Y siento ahora traicionar esas dos cosas que la vida me ha enseñado. Igual que de pequeño amaba la majestuosa hermosaura de la naturaleza, amaba ahora a una mujer. La admiraba como se admira la belleza de las montañas, el esplendor del cielo. No era el deseo de casarme con ella, ni demaiado amor carnal. Tenía sed de verla, de oírla, de sentirla junto a mí.
Pero había renegado de ella simplemente por no luchar, por la propia pereza de la conquista, créanme. Por no tener que lidiar otra vez con idas y venidas y martillazos al pecho y terceras personas y convencer del propio amor, y maravillar a la otra parte y volver a poner yo todo de mi parte. Era simplemente una rendición antes del ataque, tal vez por miedo a la contienda, por tener que retirar a destiempo mis fuerzas, por volver a empapar de lágrimas un colchón.
¿Y quién estaba siendo ahora el hipócrita? ¿Quién dejaba de luchar o de saltar sólo por las rocas de abajo? Me cerraba a mí mismo la posibilidad de amar por mi propio temor, por creer cínicamente que quiere a otro en lugar de a mí cuando los tres sabemos que no es cierto, no podía ser sincero conmigo mismo aunque supiera que no hay un viejo controlando nuestros destinos, parecía que prefería cerrar los ojos a la lucidez y negarlo todo. Tampoco quiero mirar atrás y que en el eco de estas paredes, cuando regrese muchos años después, ecuche aún los lamentos de no haber luchado por una causa perdida. Si es perdida, si no hay esperanza, entonces caeremos juntos, y quiero que el golpe sea tan fuerte que no me den ganas de levantarme nunca más. Quiero estrellarme, pero hacerlo combatiendo, al ritmo que marcan los latidos de mi propio corazón, poner un poco de mí mismo en cada ciclo cardíaco, que tenga el recuerdo siempre, no la imagen de verme aquí tirado con hedor en la garganta y pensando en ella con una distancia mental y física que no puedo romper. Mi última imagen de esto no será verme invadido por un recuerdo y luego cerrando el tema como si nada. La última estampa no será ceder, no será dejarlo pasar, que se vaya inconteniblemente por el sendero del tiempo.
Cojo la chaqueta de la percha y me pongo los primeros zapatos que alcanzo.La noche está inusualmente cálida. Su calle está solitaria como un callejón inhóspito. La puerta retumba bajo mis nudillos. Está más guapa que nunca con ese alborniz, el pelo cayendo sobre los hombros y la espalda, la mirada desconcertada.
—Te quiero —le digo a bocajarro.
Ella sonríe, yo sonrío.
—Hablemos —digo avanzando. Y me cede el paso, entro en la casa, cerrando ella la puertas tras de si.

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