Nulla dies sine linea

11 junio 2010

Las dos partes





Empezó como comienzan la mayoría de las cosas importantes de esta vida: sin darse cuenta.
Ella ponía copas cada madrugada tras la barra de un local de melodías suaves y conversaciones a media voz. Un pub que tenía el aroma de otra época, tal vez para enjaular los recuerdos y tener a sueldo a la melancolía; un sitio donde el tiempo se detenía cada noche, y yo por aquel entonces buscaba la incierta compañía de mí mismo y la del alcohol derramado sobre el hielo que no pide explicaciones y que acepta ser tu compañero silencioso de evocaciones y pensamientos adosados a un taburete.
Parecía encajar a la perfección en ese contexto aunque era claramente una mujer joven, al menos más que yo, quizá tal vez fuera una mujer de esas que ya no quedan en un bar de los que casi no existen.
Al principio me desconcertó de algunos clientes su ebria tranquilidad, la serenidad y la sangre fría que suele caracterizar a los tipos peligrosos. Pero la mayoría sólo se adosaba al lugar porque era su rutina, su ambiente natural; buscando vehementemente un rincón de una existencia con más socavones que rectas, vacilantes en su incierto destino, intercalando siempre impresiones en los suburbios de la vida.
Ella me servía lo de siempre y cuando el vaso estaba vacío, con un ligero gesto de la cabeza y mirándola de lado, volvía con la botella y lo llenaba de nuevo, sin decir nada, sin hacer preguntas. Así saboreaba el licor de mi divorcio, de la huída de Paloma cuando en casa empezamos a ser dos íntimos desconocidos que se estorbaban el uno al otro, llegando a ser en ocasiones como muchos amigos, buenos y viejos amigos; pero nunca amantes. Es en esas situaciones de ruindad cuando te das cuenta de que estás solo, que tienes tal vez a las personas que son tu apoyo, tu escape, tu muletilla…pero al final, en el fondo, estás solo: solo contigo mismo, con tu incomprensión, con tu particular, intransferible e individual lucha.
Y ella y ese local donde me sentía particularmente cómodo, poco a poco intrigándome por la historia que se escondería detrás de una mujer en apariencia imperturbable que parecía encadenada a la oscuridad y el ambiente quebradizo de aquel club igual que yo.
Pronto, no sé que mes, sonreía tímidamente al compartir las primeras palabras, intentando simpatizar conmigo. Yo me dejaba ir, conversaba también, miraba fijamente con afán de intensidad, si es que aún conservaba por encima de las pupilas vidriosas algo de la eterna firmeza de la mirada y la seducción. Empezando con el transcurso de las noches una de esas curiosas amistades que se forjan en las barras, cuando te da por hablar con la persona que habita en el otro lado de ella como si fuera tu confesor y amigo de toda la vida. Así supe más de esa mujer, de la amargura que desprendían sus inciertos veinticinco años, la lluvia que lentamente se instaló en su apartamento y en su vida, y el trabajo en este sitio como único sustento después de perder las últimas opciones al renunciar a sus sueños por una fuga de dos, y ahora estar en una situación un tanto precaria. Yo en cambio siempre anduve bien de dinero desde que tenía uso de razón, pero con él sólo había comprado decepciones.
Y cerraba el bar siendo el último cliente que charlaba apoyado sobre un calor que cada vez parecía menos artificial. Y después salía a que me encandilara el alba, con esos amaneceres que tienen la pretensión de adquirir el estatus de obra de arte; cuando si no fuera por la sedación y espejismo de los sentidos nos daríamos cuenta que pertenecen a la sordidez desoladora de la claridad iluminando hormigón.

No sé si pretendía un refugio o recuperar mi juventud con una vida joven que adosar a la mía, que renovar la piel sintiéndome a la vez extraño y detestable. No vivía muy lejos del local, en un piso pequeño que compartía con su novio, que ahora estaba fuera intentando ganarse la vida en un trabajo que no le gustaba en una ciudad que no había elegido. Y yo allí metido con ella, sin usar nada más que el amor. Me dejaba dormir todo el día cuando estaba muy borracho, ducharme, mirarla mientras ella lo hacía. Y todo en ese habitáculo se volvía reprobable y a la vez indeciblemente hermoso.
Una mitad de ella respiraba honrada e ingenua sensualidad, como si se estuviera abriendo con temor a las primeras flores del deseo. Y la otra mitad era salvaje, caprichosa y enérgica; y ambas mitades se complementaban y formaban un todo.
No creo que fuera mi visible apología de la decadencia lo que la ataba de esa forma, y lo que nos llevó a quedar tardes enteras en silencio, anclados a una botella y sin ropa que llevarnos al cuerpo. Nada parecía real y sin embargo la ansiaba cada vez más y me correspondía con algo más allá de lo explicable. Por primera vez en mucho tiempo estaba haciendo lo que realmente quería.
No pocas noches pensé en que era lo adecuado, y otra parte de mí se daba cuenta de que tenía que salir de allí antes de destrozar la vida a terceros que no se lo merecen y a mí mismo; pero esa es la parte a la que nunca hago caso. De lo contrario, de haberme guiado siempre por lo en principio correcto, habría seguido casado con Paloma sólo por mantener el tipo, habría seguido restando años entre nosotros y sumándoselos al desgaste y hubiera acabado mis días plácidamente mirando con desgana alguna estúpida piscina, rodeado de la gran y cómoda paz, con la barriga hinchada mientras me preguntaba en qué coño invertí mi vida. Por eso tomo las decisiones más difíciles pero que me mantienen en la brecha, me arrojo al volcán, aunque pague el precio siempre merece la pena.
Así seguí con ella, empeñado en restaurarme cada día y renovarme, y cada vez más la deseaba, pues pertenecía al gremio de lo tal vez prohibido, de lo que no planeé, tan alejado todo de mi anterior e insulsa vida marital. Cada vez acudía con menos asiduidad a mi casa y estaba más en esa alcoba austera y marchitamente acogedora. Y las resacas eran feroces, y el amor era descontrolado, y las miserias silenciadas pero compartidas, y algo cercano a una posible felicidad asomaba entre los restos de las melodías que aún resonaban cuando cerraba el bar y nos arrastrábamos como dos lobos sedientos hasta el piso.

Un día desperté y me vi a mí mismo desnudo, con las sábanas desparramadas por el suelo, tirado en el colchón y un fuerte dolor de cabeza. Ella había salido. Y qué cerca estaban los cincuenta. Todos estamos en venta. Supongo que a mi edad tengo que escoger la piscina. Me puse los zapatos, los pantalones y la camisa. La chaqueta al hombro. Abandoné el piso con un ruido quejumbroso de una puerta de madera raída. No volví esa noche por el bar. Tampoco todas las siguientes. Ni me acerqué por ese apartamento. Lancé el móvil a un estanque. Al regresar a mi casa de soltero, parte de lo que Paloma no había podido desvalijarme, me aposté sobre el teléfono y marqué su número, el número de lo que fue nuestra casa. Lo cogió el hombre que ahora compartía su vida, o más bien lamía sus heridas. Al oír esa voz masculina respondiendo al teléfono, lo colgué. Miré por la ventana, donde el día empezaba a ponerse feo y de un color cenizo. Probablemente tenga dinero suficiente en la cartera para unas cuantas copas en el restaurante nuevo de abajo, puedo permitirme comprar unas rodajas de soledad.

3 comentarios:

Clementine dijo...

"Y las resacas eran feroces, y el amor era descontrolado, y las miserias silenciadas pero compartidas, y algo cercano a una posible felicidad asomaba entre los restos de las melodías que aún resonaban cuando cerraba el bar y nos arrastrábamos como dos lobos sedientos hasta el piso."

Me gusto de principio a fin, he sentido la soledad que sentía él, adherirse a una piel como refugio, saber que no haces lo correcto pero seguir el instinto y los impulsos.
Escribe mas!
Un besito

Anónimo dijo...

Genial genial. Va a ser interesante verte evolucionar y crecer, literariamente hablando, no te enfades enano!

Ana PQ dijo...

Creo que la historia es que el siempre hizo lo que le pedía el cuerpo independientemente de convenciones, primero para dejar a su mujer y luego para estar con esa chica tan joven, pero al final la vida le pudo y al verse tan cerca de los 50 intenta volver con su mujer, aunque pronto se da cuenta que es demasiado tarde para todo ya, y solo le queda la cartera y el dinero para seguir bbiendo. Es muy duro y muy triste.