Nulla dies sine linea

05 abril 2010

Eternizarse

Raquel aún recuerda con impresionante desazón, pese al paso de los años desde la primera vez que la vio, la profundamente descriptiva y melancólica mirada a la vida de aquel hombre derrotado en el final de ‘Fat City’, sin concesiones al optimismo o algún atisbo de triunfo que alivie de sordidez y tristeza al espectador de una película que muestra lo más jodido y real de un mundo amargo que lo pueblan demasiados habitantes de barras de bares que son tugurios, y sudor frío en la resaca de las esperanzas inexistentes pero con el valor de continuar jornada a jornada.
De miradas y planos congelados se nutre cada día el destino. De últimas llamadas al amor que se desvanece, súplicas o amenazas de deseos donde no tienen cabida las palabras aunque retruenen en el silencio. Sólo hay que mirar con atención e intuir para poder contar esos momentos:
Alba tenía pedacitos de mugre dentro de las venas al ver en los desalentados ojos de Daniel que estaba en peligro los últimos pedazos de un amor que lentamente se desvanecía por cansancio, agotamiento y el mal uso prolongado. Fue una revelación, algo que le señalaba que urgía un inminente cambio de rumbo si no deseaba perder para siempre ese brillo agonizante.
El directo y sobrecogedor último beso que Andrés le dio a una altiva Susana en plena calle justo después de insultarse con destreza tenía toda la carga de una dolorosa despedida. Se lo estampó con rabia contenida, con furia acumulada y el convencimiento de que se alejaba por su propio bien de la mujer que tarde o temprano acabaría por destruirle. Pero antes de doblar la esquina giró sobre sí mismo y vio lágrimas en las mejillas de la amante integra y perniciosa.
Una mirada de brutal deseo a punto de desatarse fue el detonante para Clara. Cuando ella vio ese candor manar del gesto de Alberto se encendió de un fulminante impulso, dejándose llevar por sus instintos y recibiendo todo el fragor que su mirada vaticinaba. Dos cuerpos unidos por el intercambio erótico de los ojos.
Pablo se pasó todo el tiempo de su romántica y desproporcionada, y por lo tanto inviable, relación con Sandra intentando escrutar su alma y en espera de conocerla. Podía tenerla a su lado, podía tocarla y sentirla, dormir junto a ella, pero no tenía lo más importante, no conocía la esencia total de su corazón y de su mente, no podía eternizarse ante una persona que le intrigaba de esa manera. Por eso por la noche, cuando sentía la acompasada respiración de su sueño, se dedicaba a observarla, pensando en su complejidad grotesca y su laberíntico mundo de mujer.
El tiempo que se detiene, el verso que seduce sin nombrarse, la ilusión ascendente, el choque de personalidades o el anhelo de una definitiva batalla se dictan a través de las miradas y los gestos. Planos finales de existencias propias y ajenas que John Huston captaría con mano firme, sensible y maestra.

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