Nulla dies sine linea

23 abril 2010

Paredes



Pelayo tenía la sensación de que ya llevaba meses viviendo en una larga ausencia, espesa y uniforme que le pronosticaba el final. El último día de sus vidas (en lo que se refiere a sus vidas como un plural, una forma conjunta, antes de ser simplemente individuos por separado), la miró con esa forma propia que sólo él tenía la capacidad de transmitir, esa manera directa y penetrante que hacía que el corazón vulnerable de ella se congelara y a la vez fuera contusionado por fogonazos, como si el propio hielo ardiese, como si en su interior pudieran vivir los témpanos más descomunales con incandescentes broches que la recorrían de arriba abajo, del mismo modo que un escalofrío recorre nuestra columna vertebral. La miró rodeándolo todo de un gran silencio, de esos profundos silencios que contienen tal carga emotiva que hacen daño aunque puedan sentirlo solo dos, compartirlo de la misma manera que se comparte una derrota.
Él ya sabía que, (ahora si), su vida, continuaba tras esa puerta, y que todo el mundo anterior quedaría allí, en el umbral silencioso de aquella habitación, en las paredes que guardarían por los años sus voces, resonando en la eternidad.
La existencia que le aguardaba era incierta y fascinante, sea como fuere, reconocía con un nudo en el pecho que esa vida sólo podía continuar sin ella, que ya había pasado el tiempo de creer; por eso los ojos y el silencio escondían pequeñas gotas de un dolor, como esa extraña sensación que se siente al acabar de leer una larga novela, en la cual finalmente todo encaja, el cómputo cobra sentido aunque ese puzzle que todo lo resuelve sea en conclusión nefasto para el protagonista.
Allí todo se resolvía en ese epílogo de miradas que clausuraba el libro, el cierre a una historia cuyo autores fueron ellos mismos, escrita a base de besos y pasiones fronterizas, siempre en el límite de la razón y del deseo, de saberse suicidamente alargados hasta consumirse, tal vez conscientes más tarde de la inmensidad de la pérdida, la conciencia de las ausencias.
Pelayo se dejó una chaqueta vaquera que nunca echó en falta. Ella de vez en cuando, en momentos de ansiedad escondida, la miraba, la tocaba, como palpando a través de una línea espaciotemporal una pedazo del pasado. ¡Qué terrible y patético es que tan sólo te quede una chaqueta del hombre que amaste!, salpicada toda ella por su olor, el perfume que él mismo le daba forma y personalidad, que pertenecía como pertenecían sus ojos y su sonrisa y su sentido del humor. Todo ello era un vestigio, que podría ser cubierto, asimilado o, difícilmente, suplantado; pero nunca perdería su capacidad evocadora, su rincón de la memoria y a ella le revolverían las entrañas cada vez que pensase en esa última oportunidad perdida de amar de verdad.
Y es que no hay peor compañero de viaje que el recuerdo, pues se esconde y aparece en sucesivas etapas, se expande o queda arrinconado con cercanía a su final, pero nunca muere; siempre está aposentado rondando en rincones del cerebro y el alma para hacer daño cuando menos te lo mereces, para demostrar que es la vida siempre la que nos daña y somos lo que hemos perdido de la misma contrapuesta forma que somos también los seres que queremos, los amaneceres que hemos visto, los mares que cruzamos, los besos recibidos y prohibidos, las risas con los amigos y el conjunto de sanas o nocivas experiencias a lo largo de los años.
Pelayo tuvo que pasar los posteriores días, los más difíciles, esforzándose por estar normal, por seguir con su actividad y sonriéndole al porvenir e imaginando nuevos viajes y nuevas aventuras; tal vez con el tiempo volvería a creer, no revelándose como un tullido emocional.
Pudieron cruzarse después miles de personas ante sus ojos, pudieron habitar en países distintos y olvidarse con kilómetros de por medio; pero determinadas heridas se revelan eternas y aunque pasaron los años e intentaron por separado buscar sonidos que cambiaran ese silencio y ese olor que les quedó, ya ninguno de los dos se atreveria a tomar de nuevo la espada del verdadero amor, no pudieron hacer nada y detrás de las nubes ya el sol no alumbraba más la playa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me alegra saber que sabes lo que es el AMORRRRR.
Maravilloso.

Anónimo dijo...

Me parece muy triste darse cuenta de que nunca más vas a poder querer a alguien como quisiste a la última persona que se fue de tu vida y más aún no hacer nada por recuperarla.

Roberto GRANDA dijo...

Las historias se nutren en la mayoría de la experiencia ajena, de lo que observo, intuyo o invento.
Pero estoy un poco cansado de este tipo de relatos, éste será el último en un tiempo. Ahora escribiré sobre el cultivo de la berza salvaje en los países subdesarrollados.