Nulla dies sine linea

13 octubre 2009

De repente alguna vez



Lunes a las 6. Estaba sentada en la última mesa del bar. Al fondo, sola, ojeando una revista y tomando un gin-tonic. Entré con un hambre de media tarde y pedí un café y un pincho, mientras cogía el periódico. Al lado dos mesas cerca de los baños que esperaban ser ocupadas. Al pasar a su vera y sentarme levanta la mirada, de un verde oscuro intenso, antes de volver a posarla en un reportaje de vestidos de actrices. Quema el café, quema como las noticias de bombas y muerte que muestra el periódico. “El mundo está loco”, digo para mí, pero pensando en alto. Ella sonríe y balancea el vaso de su copa. El pelo rubio descansa apaciblemente sobre los hombros delicados de una blusa rosa. La cara tiene una redondez exquisita y armoniosa, con unas diminutas pecas cerca de los ojos, en la parte más alta de las mejillas. "Al lado de un rostro así puedo dejar correr el resto de mi vida", pensé. Paso las hojas de la prensa pero no leo realmente nada.
Está en la cafetería como esperando a alguien sin esperarlo, mueve acompasadamente la pierna izquierda que está puesta encima de la derecha.
Puedo pasarme semanas y meses enteros yendo y viniendo en el autobús, caminando por la calle, sin encontrarme una cara así, y de repente en el café menos pensado me tropiezo con una mujer magnética, que impresiona con solo mirarla, que tiene luz propia como una noche valenciana. Es admiración a primera vista.
Me ruborizo cuando me pilla observándola. Tanteo el bolsillo del vaquero buscando el contacto de la cajetilla de tabaco, pero recuerdo el consejo que un tipo me dio una vez: “si te gusta una chica, no fumes delante de ella si no fuma, no le gustará”. Ella bebe ginebra pero ni rastro de cigarrillos, tampoco en el desnudo cenicero hay pruebas de un posible vicio.
Cuando acabo un café que ya está tibio y la servilleta recorre la comisura de mis labios podándolas de resto de pan y mahonesa, ella aún tiene la cabeza embutida en la revista. Me levanto silenciosamente y me voy, mirando por el rabillo del ojo, notando un leve movimiento de su cabeza, no sé si volviéndose, pero mis piernas siguen caminando en contra de mis deseos y ya enfilo la puerta del bar.

Era jueves por la tarde y un escritor uruguayo que me fascinaba en la adolescencia viene a dar unas charlas al club del periódico local. No he leído sus dos últimas novelas, hace tiempo que no le sigo la pista, pero siempre es bueno serle fiel a los antiguos amores, por eso me apetece reencontrarme con su voz, que tantas veces resonaba en mi cabeza con un libro suyo en mis manos, insertado de palabras, y ahora verlo en oratoria es una buena oportunidad.
Fatlan algo más de 5 minutos para que comienze la conferencia. Al entrar hay ya una veintena de personas sentadas. Desde la puerta, y en la última fila, veo una melena que me resulta familiar. Cuando ya supero su posición me vuelvo para toparme con esa mirada verde hierba. Sus ojos están centrados en algún punto cerca de mí, pero no en mí.
A mitad de la charla me giro sobre mi asiento y busco su presencia sin disimular. Ahora tengo ese verde clavado en mi rostro, y su semblante es serio, pero sereno, con los ojillos ligeramente entrecerrados. “Al diablo”, pienso, y me levanto, retrocedo sobre mis pasos y me siento a su lado, siendo la segunda persona de la fila.
—Creo que te conozco— digo esbozando una pequeña sonrisa que mi hermana siempre dice que es de bobo.
—Tal vez crees bien— dice ella mirándome sin sonreír. Espero que estos ojos negros que son mi mayor baza le hayan impresionado.
—En la cafetería Combó— suelto como si fuera una perogrullada.
Ella sonríe. Lo tomo como una señal de afirmación.
Continuo con la inevitable pregunta de su presencia allí, comentamos nuestros pareceres del escritor, cuya voz suena de fondo como una melodía inaudible. Algunos asistentes nos recriminan con sus miradas recelosas. Procuro bajar el tono de voz.
Durante la charla con esa mujer noto esa reconocible sensación de estar en un especial estado de gracia. Me salen las palabras exactas como solas, sonrió o mantengo silencio siempre cuando es necesario, abro los ojos en señal de sorpresa antes de decir “¡yo también pienso así!”.
Nuestra parte favorita de un libro de microrelatos del escritor es esa que dice: “Y aunque la noche es más fría que nunca, aunque la luna está apagada en el firmamento, solo puedo dar vueltas en la cama envuelto en sudor y admitir que yo también estoy pensando en ti”.
Termina la charla y los espectadores aplauden educadamente. Yo nada más pienso en que abandonaremos esta sala y tal vez no volvamos a vernos si nadie da un primer paso. A si que como la cosa más normal del mundo le pido su móvil con el pretexto de una futura charla literaria en otra ocasión. Me doy cuenta que hasta el momento que lo dice no sé como se llama. La miro fijamente tratando de buscar ese reflejo de atracción que brilla en los ojos de una mujer a la que le gusta lo que ve. Nos despedimos con alegría impuesta y marcho calle abajo con el corazón encogido.

Es viernes y no me apetece salir. Ya tengo demasiadas copas en mis primaveras. Normalmente con mi antigua novia iríamos al cine, pero desde que nos abandonamos le he cogido manía a esas salas llenas de parejas felices y en la plenitud del amor. E ir con los amigos es un coñazo porque no cierran la boca en toda la película. De manera que abro una lata de cerveza y con un cigarro en la boca pongo una vieja comedia de los años 50 que tengo en DVD desde hace meses y aún no me había decidido a revisarla. Hoy tengo pensado acostarme tarde, al fin y al cabo, los sábados por la mañana son para dormir.
Aparecen los títulos de apertura, con una banda sonora que encuentro un tanto ridícula e inapropiada. Cuando pienso en si en realidad me va a gustar la película de un director tan poco conocido suena el móvil. Es un mensaje. Se me acelera el pulso y cae el cigarro de los labios al leer su nombre. Es escueto y no necesita más. Leo sin preocuparme del cigarrillo que está quemando la alfombra: “Yo también estoy pensando en ti”.
Y en ese momento sé que nuestras vidas estarán selladas de muchas noches cálidas con sus lunas encendidas.

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