Nulla dies sine linea

22 octubre 2009

Érase una vez



Caminaba deprisa pero su estilo era inconfundible. La vi al otro lado de la calle, cruzando la Diagonal. Caminé despacio, como si fuera un gesto cotidiano. Sonrío y para mí fuera como me sonriera la muerte. Tan lejos de donde nacimos, tan alejados de aquellos años que están a cien mil kilómetros de recuerdos. Arrugas que anidaban en el cerco de sus ojos, canas escondidas por más tinte que ganas, unas brillantes mejillas mucho menos pronunciada que cuando la conocí. Fue ayer cuando la ví, los dos lo sabemos. Hoy es solo otro día, para nosotros.
Temblé al mirarla a los ojos, era como si hubiera pasado un milenio entero. Hola de nuevo, estás más guapa que ayer. ¿Hacemos algo?

El agua gélida me entraba por la nariz y oprimía el pecho, encharcando los pulmones. Intentaba aferrarme a esa piedra de la orilla, pero estaba demasiado desconcertado, aturdido y asustado. La corriente del río me empujaba lejos de su orilla, y el miedo me apuntalaba las sienes. Luchaba frenéticamente por asomar la cabeza, respirar un poco de ese aire que se me agotaba. Una mano tiró de mi pelo, asiéndome después por el pecho y finalmente por el brazo, ayudándome a alcanzar ese saliente. Laura me asía con fuerza y haciendo acopio de todas mis fuerzas me incorporé.
Teníamos 11 años y me acaba de salvar la vida. Y yo que quería impresionarla con mis conocimientos de pesca casi me ahogo. Teníamos un verano
Yo tenía esa mirada con un toque de ingenuidad de quien no conoce demasiadas cosas.
Era un verano sin fin y por casa parábamos tan solo a la hora de las comidas. Nos comíamos los días de un lado hacia otro. Un chico y una chica juntos, que se llevan tan bien, que no conocen nada acerca del amor, que se mezcla con la amistad, que aún no callan sentimientos, esos que reprime el miedo, a perder. “Somos hermanos” decíamos a los demás veraneantes del pueblo, y con eso se zanjaba el asunto. Pero es que Laura era como un chico, Corría detrás de los ratones, se reía viendo como las hormigas rojas de detrás del muro devoraban los saltamontes que les echábamos, chutaba a la pelota mucho más fuerte que yo y en los pulsos me ganaba. Pero no era masculina en sus formas, ya por aquél entonces era una niña bonita e ideal, con su pelo oscuro suave como la seda, los ojos negros cargados de bondad, y una sonrisa divertida que parecía creada para contagiarse con ella. El pueblo donde vivíamos era pequeño, pero íbamos a la escuela de la ciudad y allí lo teníamos todo. La calle principal era nuestro patio de recreo, la montaña y los prados los lugares de exploración. En invierno la actividad se reducía por lo limitado de los días, y la mayoría del tiempo estábamos en el colegio, pero en verano estábamos en nuestra salsa, contando además con la presencia de los niños que llegaban para los meses estivales.

Recuerdo mi primer beso. Teníamos 14. Por aquel entonces dábamos las primeras caladas a cigarros y rogábamos a Quique para que nos vendiera unos chupitos en su bar. Eran las primeras experiencias con el alcohol. Un día me desperté como otra mañana cualquiera y cuando fui a buscarla a su casa, según la vi salir, con una diadema en el pelo, la piel tostada por el sol, un vestido corto que brevemente cubría unas curvas que comenzaban a tomar forma, algo se me removió por dentro. Ese día no pude dejar de tener esa sensación ni de estar nervioso. Y ella lo notó y parecía pensativa.
La semana siguiente recogíamos moras en el camino que daba al avispero. Nos sentamos a descansar y comer algunas que antes limpiamos. Alguna ocurrencia mía hizo que ella se empezara a reír, de una forma que había visto mil veces, pero esa vez me quede entusiasmado con esa forma de reírse, con la luz que cubría todo su rostro, con ese sonido angelical. La agarré de la mano sin ser muy consciente de lo que hacía, como movido por un impulso muy poco meditado. Su risa cesó. Me miró fijamente y poso su mano sobre mi cara. Luego se acercó lentamente, hasta juntar los labios. Fue una sensación nueva que recordaré siempre.
Desde entonces nuestra situación no fue distinta, seguíamos siendo uña y carne, pero la diferencia era que al acabar el día primero, y luego en cualquier momento donde viviera un rincón, nos abrazábamos y besábamos apasionadamente, probando esa nueva experiencia, experimentando el primer amor.
Así continuó nuestras vidas hasta el verano en que ambos cumplíamos 18. No creo que nadie haya tenido una primera vez más especial. Rehuyendo extenderme en los detalles, diré que un sol tibio pero firme iluminó al alba unos cuerpos desnudos abrazados sobre la arena de una cala recóndita, dos meses antes de que ella se fuera a la universidad.
Algo me abrasaba por dentro. Volvería prácticamente todas las semanas, pero la idea de no tenerla cerca de a diario me trastocaba. Laura siempre fue una chica con ambiciones mucho más altas que las mías. Yo, metido en el pueblo y enfrascado en ella, apenas pensaba en nada más. Pero las inquietudes de mundo y de cultura, el cosquilleo de saber que hay algo ahí fuera, siempre estuvieron presentes en ella.

Evidentemente las cosas cambiaron bastante. Yo trabajaba y ella era una chica de libros. Además, por su carrera, ella viajó mucho, siendo muy feliz. Estuvo una temporada en Londres, dos meses en Barcelona. Conoció a muchísimas personas y distintas maneras de entender la vida, formas de llevarla a cabo. Me tenía mucho cariño, pero con abrir los ojos al mundo, estaba claro que para ella no dejaba de ser un chico de pueblo, corto de miras y con poco que ofrecer, muy lejos de sus inquietudes y las actividades en las que ahora se relacionaba. Ella volaba por libre y yo me había quedado sin salir del nido, perdiendo el tren, atrapado entre estas montañas y estas praderas que ahora veía inútiles y estúpidas.
Me dijo que estaba saliendo con un chico de su facultad que era de Barcelona lo mejor que pudo. Yo no lo tomé como una traición, ni como un gesto de maldad por su parte. Sabía que era el curso natural de las cosas y no tenía nada que reprocharle. Nuestras vidas habían cambiado desde aquel verano.
Al terminar la carrera, planearon irse a vivir a la ciudad condal, en una coqueta urbanización catalana.
La noche antes de que se fuera vino a despedirse. Hablamos y bebimos cerveza en las terrazas del bar de Quique. Paseamos por el camino del mar y caminamos descalzos por la arena. Hablamos con infinita nostalgia de los años pasados, de las travesuras de críos, de los tragos clandestinos. Hicimos gracias bañados por la luna, con el pueblo en silencio, por una noche fue como volver al pasado. Y sin darnos casi cuenta llegamos hasta la pequeña cala. Sentado en la arena la abracé. Nadie se sintió culpable. Esa noche hicimos el amor como si fuera antaño, aunque era una despedida que ambos queríamos alargar.
Al romper la mañana de un día nublado, la acompañe hasta la puerta de la que ya se podía considerar como la casa de sus padres. Pero ellos también se iban a ir a la ciudad, para no estar los dos solos en un pueblo que se deshabitaba más cada año.
Ese era el punto donde nos separaríamos. Ese era el día en que ella se tenía que ir a Barcelona. Me empezaron a temblar las piernas, apenas podía decir nada.
“No te pongas triste Fermín”, me dijo posando su brazo sobre el mío. "Las despedidas así son difíciles, vamos a hacer como si fuéramos a vernos mañana”, me dijo. Yo permanecía callado y finalmente asentí.
Un abrazo largo sintiendo su cuepro oprimodo contra el mío, el calor del amor en una mañana tibia, finalmente se separó. “Hasta mañana”, dijo Laura mientras me daba un beso en la mejilla. Dio media vuelta y subía las escaleras de su casa.
“Hasta mañana”, respondí mientras la veía entrar en casa, y noté como algo se rompía en mil pedazos muy dentro de mí.

No hay comentarios: