Nulla dies sine linea

15 septiembre 2009

Relojes

Para Andrea el amor era como un reloj estropeado, que ni funciona ni se mira para él. Que siempre te dices que lo vas a arreglar pero dejas pasar el tiempo y sigue sin cumplir su función. Pero hasta los relojes parados dan bien la hora dos veces al día, y ella esperaba que aunque fuera de casualidad le llegara de improviso y sin llamarla una oportunidad de encauzar las manecillas de su corazón, de comenzar a andar por el segundero de la vida al son que marque un amor vigoroso y real.
José Antonio era político y lucía trajes con la misma naturalidad y desenvoltura que llevar una camiseta de playa. Tenía clase y magnetismo, un carisma atractivo de quien se siente muy seguro de sí mismo. Pero era de ese tipo de personas que creen siempre estar en posesión de la verdad, con dogmas muy arraigados que no podían ser discutidos, más que para descalificar al rival político.
Con Andrea hizo campaña y no descansó hasta que ganó por mayoría absoluta. No respetó ni la jornada de reflexión, la abordo firmemente cuando ella se debatía consigo misma entre las dudas y no la dejó escapar. José Antonio lucía un reloj caro a juego con los gemelos y de cara a periodistas y ciudadanos mantenía una pose impoluta de planchado impecable y peinado sin fisuras, pero de puertas para adentro, sin cámaras de por medio ni miradas analizadoras, era arrogante y mezquino, se quitaba la careta y sus trajes y enarbolaba la bandera de la intolerancia, con especialidad en descalificaciones y discursos vacíos de contenido. Era un político en la intimidad en el peor sentido de la palabra, y solo aceptaba el diálogo y la negociación para sacar provecho en su propio beneficio.
Andrea lo aguantó hasta que en la última campaña lo dejó solo, en su propio torbellino de trabajo e inaccesibilidad. No quería un extraño en casa al que veía más en los periódicos que en el dormitorio, y acabó cansada de corbatas perfectas y relojes caros, de miradas insinuantes a secretarias y besos de ciudadanas.
A José Antonio lo mataron unos meses después de dos disparos en el pecho. Un ajuste de cuentas de un asunto inmobiliario, una venganza política a la vieja usanza. Lo encontraron entre el fango de la orilla de un río. Derrotado en las últimas elecciones, estaba cubierto de barro y hierbas, con una camiseta blanca manchada y unos pantalones sucios donde nadaban pequeños peces. El pelo era un revoltijo de arena y agua y tenía rotos los dedos de la mano. El tiburón político, de lengua afilada y palabras directas, fue desde entonces un archivo de una jefatura de policía esperando ser resuelto. No tenía buen aspecto cuando lo encontraron no, no le quedaba apenas nada, pero en el cadáver mugriento y ejecutado sobresalía de la muñeca su reloj de cuatro mil euros, aún funcionando, marcando los minutos para un cuerpo muerto.

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