Nulla dies sine linea

17 septiembre 2009

Arrugas



María observa por la ventana un día nublado que no levanta cabeza. A través del cristal puede vislumbrar un solitario banco, puro hierro y madera al que con el frío otoñal no visita ni el olvido.
Ella vive con su gato, una grata compañía que no discute y no objeta, en una casa que acoge el caminar tranquilo de los días, que no se alteran y no vacilan. Pero antes muchas personas pasaron por su vida. Algunas de agradable recuerdo, otros de olvidable memoria, pero siempre con sello personal.
María ya no colecciona ilusiones que romper al pasar los años. Sabe que cada arruga es una victoria, una batalla ganada a la vida, y traspasa décadas con orgullo, consciente de todo lo que lleva detrás, lo vivido a la espalda. Soltera oficial, amante de todos los que pudieron; carnes desgastadas y labios que han besado más que han amado, es una veterana en eso del vivir. Ya no queda nada de los hombres que se fueron para no volver jamás, que en su renqueante memoria la recuerdan como una mujer de caderas pronunciadas y mirada incandescente.
Hay colillas de cigarrillos en el cenicero y un libro de Jesús Torbado en la mesita. Las botellas de las fiestas ya se secaron y dieron paso al silencio, enorme y abrumador, que invade ahora las noches.
Para los surcos de su piel siempre es otoño, de hojas caídas que cubren su rostro, de ramas secas que son sus venas. Llueve en su ventana y el viento sopla trayendo el sonido del pasado, y cada brizna de aire es una lección, una experiencia, oyendo ecos de voces, de conocidos que ya pasaron a mejor vida sin hacer parada en la antesala; ojos fijos en fotografías que habitan en álbumes que hace mucho que no son abiertos, por miedo a que la punzada de la melancolía agrede su plácida existencia rodeada de paz, tal vez por temor a lo que esconden.
En María el tiempo forjó serenidad, no tiene prisa nunca, camina despacio, habla y mira sosegada, se mueve con displicencia entre las paredes ocres que encierran a la mujer con una existencia entera encima.
No se deja llevar por el desamparo y sin embargo, deja siempre hueco para la dignidad.
Y en contra de lo que esperaba, no duelen esas cosas que no se hicieron, ni las vidas que pudieron ser algo al lado de la suya, tampoco las palabras que ya no serán dichas nunca. Porque la fiesta ya está en ese punto de desgana donde solo deseas llegar a casa. Ya has bailado y bebido lo suficiente, has hablado con muchas personas, el humo te ciega los ojos y no hay nada ya que ofrecer.
Es como mirar la vida desde un púlpito, del de aquellos que han andado demasiado, han estado en muchos sitios y han vivido en exceso; de los que no piensan en todos los sueños para los que ya son demasiado tarde.

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