Nulla dies sine linea

01 febrero 2010

El ejercicio

La profesora nos había mirado, a esos pequeños bastardos de sexto curso, con una silenciosa mueca intrigante y precisa. “Hoy vais a escribir sobre el siguiente tema: ¿Cómo me veo dentro de 30 años?”, dijo, y su voz provocó una sorpresa evocadora entre nosotros, intercambio de gestos reticentes y risas nerviosas (otros silencios inspiradores) entre algunos muchachos. La clase entera dudó unos segundos frente al papel en blanco, y ella nos puntualizó que no fueran cuatro raquíticas líneas, si no una señora hoja entera. Por lo bajo maldijimos su estampa pero en el fondo el ejercicio nos sirvió para plasmar sobre tinta lo que considerábamos los prioritarios objetivos en nuestras vidas, además de detalles esclarecedores, ese lugar común y seguro donde, sin ningún tipo de duda, estaríamos en tres décadas.
Aunque describimos la meta, casualmente, a todos se nos olvidó hablar del camino, mencionar algo de esa mujer la primera vez que la tuvimos desnuda en nuestros brazos, de la nostalgia y el miedo, de las dudas, de invitar a la fiesta a los planes para reírnos de ellos; de madurar, y de las noches de cafeína; del último beso del verano, o aquellas tardes en que las risas que te provocan los amigos se funde con un cierto temor a perderlas algún día; del compromiso, y la injusta necesidad de claudicar; las carreras por los pasillos en la universidad, del subidón del primer sueldo, de la motivación carnal, del poso del tiempo en los párpados, de las arrugas reveladoras.

Hoy, haciendo una limpieza general a mi casa, encontré esa redacción apilada entre carpetas y agendas que habían estado agazapadas en un rincón del pasado. 37 otoños me han azuzado desde entonces.
Me invaden las imágenes de ese curso. Todos los alumnos tuvimos que leer nuestro respectivo ejercicio al terminarlo. Y hoy sé que todos nos equivocamos. Me río al repasar esos ingenuos anhelos que escribí detalladamente, río fríamente con el encanto tenebroso que infunde la distancia temporal en aquellas cosas que nos quedan demasiado lejos. Sólo esta tarde, al redescubrir ese texto olvidado, intenté explicar al chico que era yo entonces que hay en la existencia tantas bifurcaciones que no se podía esperar lo concreto, que las expectativas iban a ser rotas, cambiadas o modeladas una y mil veces, el día menos pensado, o el año que viviste sin pensar; las personas que se aliaron en tu camino para quebrar cualquier creencia de un destino, los sueños que rompen contra el suelo al despertar, las pesadillas que amargan en ansiedad cuando no duermes.
Nadie va a escribir lo que será, pues todos fantaseamos lo que no somos; y ahora caigo que cuando aquella generación escolar nos juntamos en una cena el mes pasado, no vi las vidas que habían leído en voz alta entonces, sus cuentos de triunfo y princesas, sus ínfulas de felices seguridades y exageradas aspiraciones: vi divorcios y alopecia, vi a sus hijos descarriados y cuentas corrientes peligrando, vi risas forzadas y matrimonios acabados, vi resignación y también buena suerte, contemplé serenidad cubriendo bolsas en los ojos y canas conformándose, alguna soledad mal disimulada y realidades vacías; escuché de sus bocas la muerte que había asolado un ser querido, también triunfos dudosos de ostentosa egolatría; negocios cerrados a última hora para salvar un imperio en decadencia y borrosas previsiones y futuros que se cubrían semanalmente con el placebo del fútbol. A muchos les iba bien, pero sus pequeños triunfos vitales distaban tanto de aquellas aspiraciones adolescentes…y es que el rumbo cambia en tantas ocasiones que nunca sabes dónde te va a llevar la marea de la vida, esa corriente que sólo para los más desafortunados se detiene para siempre antes de tiempo, pero que al resto arrastra con ella hacia lugares insospechados, con trabajos que nunca imaginaron y parejas que aparecieron en la época que menos las merecían; y esa es la maldita y gloriosa incertidumbre de vivir.

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