Nulla dies sine linea

18 febrero 2010

El corredor

Mecánicamente continúa en movimiento, poseído por su propia voluntad. Apenas mira hacia los lados para comprobar un paisaje evocador y apaciblemente dichoso; pero lo siente ahí, ese marco de arena, roca y montaña es el espectador de su arrojo. La lejana compañía que tenía cuando llegó ha desaparecido: un perro que husmeaba huidizo entre restos de pescado putrefacto ya se fue sendero arriba.
Son más de las seis, cae la tarde pero el día empieza a crecer aunque el invierno aún tiene el mando sobre los elementos. El crepúsculo juega a las damas con la noche, los tonos cenizos invaden un cielo tibio que permanece estable, parece reticente y no se atreve a descargar la lluvia.
Corriendo en la playa inmensa para no pensar, con la mirada clavada en algún punto incierto de su horizonte, sintiendo el corazón desbocado, con el sudor resbalando frío por la sien y las mejillas, avanzando metros mientras la mente estoica se mantiene en blanco, apretando los dientes. El esfuerzo colosal que le recorre y al que se aferra como un rueda de la que no consigue evadirse, sin tregua, no puede ni quiere ceder, desea seguir corriendo hasta el límite de su resistencia, hasta no sentir la arena bajo sus pies, ni ver el sol gris de un verano que no llega, o que tal vez es el espectro del anterior que ahora enmudece; hasta que no duela el oleaje ni las gaviotas le hablen de otros tiempos; y los muertos que habitan a su alrededor sean siempre sombras intangibles, recortes de épocas que sólo puede obviar corriendo. Y da zancadas sin mirar atrás, como terapia de su propia derrota, explora su cuerpo y nota los músculos en vibración y los brazos que piden una tregua; necesita esa catarsis, combatir los pensamientos, una prueba para él que se ve obligado a llevar sin cuestionarse, sin la posibilidad de paliativo alguno.
Frente a sus pasos, basura que la marea arrastra y soledad, no hay nadie en la playa, sólo un desconocido corredor, una figura sin nombre que no tiene pensado detenerse.

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