Nulla dies sine linea

14 septiembre 2007

Delante de mis narices

Estaba en la terraza mirando la silueta del cabo peñas en el horizonte. Rememoraba entonces las historias que contaba mi abuelo sobre la gente que arrojaban desde los terribles acantilados a la mar en la época de la guerra civil. Los día de hambre y necesidad, o las palizas en el cuartelillo eran temas recurrentes en las noches sentados a la mesa de los veranos de mi infancia. Él no era capaz de recordar el número de la consulta a la que tenía que acudir al día siguiente para una revisión de las recién operadas caderas, pero se acordaba a la perfección del nombre y apellidos de aquél vecino suyo al que le saltaron los dientes la guardia civil por una falsa acusación de un lugareño resentido. Paradójas de la tercera edad supongo. Así es mi abuelo. El mismo que repite una y otra vez que no tuvo una educación como dios manda porque tenía que ir a la hierba o cuidar de las vacas de la familia y no tenía tiempo para más. El mismo que años después se jugaría a diario el pellejo en los altos hornos de Ensidesa para ganarse un sueldo con el que constuir un futuro. Su abuelo era un tipo duro, sin duda, más duro que el propio John Wayne. La rumorología familiar dice que en sus buenos años mató a un caballo de un puñetazo. Ya se sabe la forma de exagerar que es habitual en los pueblos...enrealidad era un yegua y solo la dejó un poco atontada. No quería que sus nietos, esos "señoritos de la capital" como yo sé que nos consideraba, crecieran ajenos a la realidad o fueran unos débiles. Por eso cuando tenía 9 años me llamó y me llevó al cobertizo donde me entregó un hacha que pesaba más que yo, y sujetando una gallina que nos iba servir de cena, ordenó: "Córtale la cabeza". En un primer instante titubeé un poco, aquello no era las babosas a las que prendiamos fuegos o los saltamontes que arrrojabamos a las hormigas rojas los veraneantes madrileños y yo, eso era otra cosa, había estado dandole restos de lechugas a aquel bicho durante todo el verano. "Si no puedes ni matar una pita, como vas a ser un hombre de provecho el día de mañana". Asique de un tajazo mandé al infierno a aquella maldita gallina. Más adelante me enseñaría a disparar con la escopeta a los gorriones que se comían los higos. A mí me daban mucha pena esos pajarillos, pero mi creciente habilidad con el gatillo hacía más emocionante cada cacería. "Disparas bien, pero nunca lo utilices contra nadie" -me dijo. Aquel arma no estaba reglamentada, por lo que con apenas 11 años ya había escapado alguna vez de la guardia civil finca abajo y escopeta en mano. Los cadáveres de los gorriones erán colgados de una rama de la higuera como advertencia a los demás. Nunca llegé a comprobar del todo la influencia de ese ahorcado familiar en la moral de los pájaros, pero supongo que no volvían ya que cada septiembre degustabamos unos deliciosos higos.
Pero la historia que hoy me venía a la cabeza era el recorrido en bici que mi abuelo hacía desde Santa María del Mar, en el concejo de Castrillón, hasta un pueblo llamado El ferrero, en Gozón, pegadito al cabo Peñas, para ver a una chavala de allí, la que hoy es su mujer y la madre de mi madre. Dios sabe las condiciones de las carreteras (más bien caleyas) de la época, o el estado de la propia bicicleta. Me cuesta imaginar las peripecias para llegar a su destino si yo sufro a día de hoy para ir de Piedras Blancas al aeropuerto.
Hoy mis abuelos hacen 50 años de matrimonio, y en sus arrugas contemplo el paso de toda una vida en común. No lo veía y lo tenía delante de mi narices; siempre despotricando contra él y no me había dado cuenta que en mi familia triunfó el amor.

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