Nulla dies sine linea

23 mayo 2011

Relevo



Ella, como otras puntuales mujeres excepcionales, era uno de esos seres cuya simple existencia es un deleite objetivo. Uno siente satisfacción por vivir en un mundo que alberge semejante criatura. Siempre tan cerca, paseando y sonriendo con descaro mis miradas vacilantes, yo dudando entre proponerle ser algo más que amigos o seguir permitiendo que su rostro precioso me torturase, al ser casi una alegoría.
Adolescentes que fuimos creciendo sin saber que la madurez también llega a los cuerpos y arremete contra los corazones, órgano impredecible y caprichoso y al que la hostilidad humana le es indiferente, pequeño traidor que un día decide actuar por libre.
Y me volví casi loco por ella, por sus diecinueve años, por toda la vida que era capaz de guarecer en el golpe estuoso de una de sus sonrisas.
Por eso la besé como si me fuera la vida en ello, como si todo el surco de ansiedades y esperas adquirieran definitivo cauce a través de nuestras bocas semi abiertas. Había aguardado mucho tiempo, desde los lejanos catorce años y la primera vez que nos miramos a los ojos bien de cerca.
Yo había tomado más cerveza de las honestamente recomendadas y mi pasión se desbordaba como un reguero desprovisto de control. La apreté contra mí, sintiendo su perfume y el olor compacto de su piel, percibiendo, reposadamente, sus labios sobre los míos, jugando con su lengua, teniéndola cerca. Algo así debieron experimentar todos los hombres a lo largo de la historia que besaron a mujeres también fantásticas. Era como si el alma enamorada de todos los idilios en la noche de los tiempos estuvieran ahora allí presentes, como si cada uno de ellos hubiera dejado un poco de sí mismos en el imaginario de las parejas que se desean y por fin se unen, en uno de esos momentos que de la memoria nunca serán desterrados.
Rodeé con mis brazos su cadera, le recorrí, con la palma de la mano, la espalda que era suave y cálida como una mañana de verano, introduje los dedos por debajo de la tira horizontal del sujetador y asumí brevemente la tentativa de desabrochárselo. El goce de su hermosura era tan enorme que podía haberme desmayado, pero la felicidad y mi sentido del deber me mantenían concentrado, tratando de besar con la dulzura que había aprendido tardíamente.
De aquello no recuerdo mucho más, sé que diez años después me sigo preguntando qué fue de nuestras mejores noches, a quiénes hemos cedido el dudoso honor de entregarle nuestros mejores besos.

2 comentarios:

Ana PQ dijo...

Creo que eres un maestro del relato corto. Es mi opinión. Un beso.

Roberto GRANDA dijo...

Lo agradezco pero no me haga usted maestro de nada, se lo pido por favor.