Nulla dies sine linea

04 mayo 2011

El puerto

El sol ya declinaba sobre la línea del horizonte expandiendo sus alas de luz sobre el pueblo como el último reducto de un refugio. Un refugio dorado en el que, como varias veces durante años, encontraron peleas y reconciliaciones, el carácter de un marino y aventurero que regresa puntualmente y sabe en secreto que también llegan las facturas, la hora de la marcha definitiva.
Lentamente se desprendía de la mirada de ella algún atisbo lejano, recordando tal vez remotas fricciones de otros tiempos, un gesto de antepasados cuando todo era crepúsculo y partidas. Le miraba como quien busca identificar para siempre un recuerdo, grabar en su cerebro instantes y sonrisas que fueran el calor o manta, una especia de fragua perpetua, el invierno está llegando.
La última tarde que pasaron juntos, el viento no quería soplar y apenas se escuchaban los movimientos sinuosos de las insectos, de los pájaros, que ajenos y lejanos, arrastrados por el espejismo del mar, respetaban aquella complicidad de despedida, a las puertas del golfo de Vizcaya.
E inalterable estaba el íntegro rostro de su amada, aunque por detrás de sus ojos el interior era un bullicio de sensaciones, a su vez plácidamente apaciguadas por la calma del ambiente y sus manos entrelazadas, en la tremenda dulzura de los días finales del verano.
Si no pudiera volver a besarla, al menos encontraría cada vez en un recodo de su razón la textura suave y amable de aquellos labios. Ella queriendo ser la consumación de ese cariño que no se atrevía a mostrar y que ahora sentía diluirse.
Y él convencido de poder desterrar el tiempo en que se maltrataron, para así avanzar únicamente con el destello de aquella luz tenue, aunque esas manos no la vuelvan a desnudar, y los navíos que aguardan lo arrojen tan lejos de su piel. Ese mar que separa y une a las gentes a lo largo del vasto mundo, un barco que espera para estar siempre al lado de todos los Patrick O'Brian que aún creen en novelas y océanos. Tal vez nunca regresara a ese puerto con el rostro mal afeitado y la ilusión de volver a tenerla, ni ella fuera capaz de esperarle mientras desconocía en qué mar traidor, en qué taberna y en qué corsés iban a naufragar aquellos ojos curtidos por el salitre y los años, con el rumor de las resacas y la inundación de las borrascas.
Y con la llegada silenciosa de la noche desaparecieron las penas y el odio de todo cuanto había alrededor, como una sensata esperanza a poder seguir con la más alta dignidad, y nadie pudo discutir que cuando se apaga la luz, cada uno continúa la vida a su manera, en la batalla diaria.
Ellos necesitarían tal vez varias vidas para aprender a despedirse sin que el alma les ardiera al mirarse a los ojos, disimulada siempre la trémula pasión.

1 comentario:

Alba Teresa Porta Garcia dijo...

No ha resultado lectura pedante ni ñoña ni cursi... y todo empezó gracias a que el viento no soplase en la escena. Hace que el momento no se oxigene lo suficiente como para que la idea de unos tentadores corsés ajenos dañe de forma directa y efectiva a cualquier lectora. Me ha gustado.