Nulla dies sine linea

10 mayo 2011

Pálpitos

Cuando a mi mujer le diagnosticaron cáncer, sus mejillas tenían el mismo rosado color, el pelo mantenía la virtuosa intensidad habitual y sus ojos no daban señales de que el monstruo y la vida se les escapasen por ellos. Estaba perfecta, como siempre, como aquel mismo día en que la conocí por casualidad y desde entonces fue lo más importante para un aventurero desnortado.
Ni siquiera el arrepentimiento hizo acto de presencia, por haber fumado todos los años; era la única cosa que le reprochaba, pero nunca conseguí llevarla a mi parcela. Y no se lo recriminé. Hubiera sido un acto innoble de abandono que haría más mella en la gran tragedia que nos asaltó, sería como negarme a quererla, olvidar lo más humano de la generosidad.

No lloró, ni un lamento salió de su bendita boca en las noches que siguieron a la noticia y su posterior confirmación. Simplemente permanecía en silencio, mirada pensativa, me miraba en las madrugadas como al fin reconociéndome, viéndome como nunca antes me vio o tal vez siendo consciente de su error, y la abrazaba sin saber qué decir, aún inmóviles por la conmoción, traspasando el calor de los cuerpos, unidos por un lazo invisible.
Pero los meses que siguieron, con el avance de su mal, su lucha se tornó en ganas de vivir y también de desaparecer, en arrancar con risas inesperadas y pasar de momentos álgidos de angustiosa euforia a los más bajos del destroce, y era allí cuando trataba impotente de ofrecerle un consuelo, cuando en su rabia y desesperación me arañaba la espalda de tanto aferrarse y querer abrazarme, de llorar y ver la realidad de poder perder de vista para siempre aquella piel, mi piel, y nuestra casa, nuestra historia, aquello que fue lo único que deseaba que era construir una familia juntos. Ese futuro que alguna vez soñamos y que nunca tendríamos.
Y finalmente, cerca del ocaso, nos pudo la pasión derrochadora de nuestra inmensidad, habitamos en ese impulso atávico, en esa creencia de que el amor nos permite derrotar al tiempo, vivir lo imposible. Ese viaje de inusitada fiereza por lo más oscuro de los infiernos y la dañina ilusión que nos llevaría a sacar el máximo de los detalles de la existencia que tuvimos, apegado a ella, sin que dejara en ningún momento de quererla, con la hipócrita esperanza de los milagros.
Y así fue más auténtica que nunca, y también más mía. Despojada de toda vergüenza y convenciones, sin nada que perder ni que dejar en este mundo por decir, hacer o confesar, toqué con la punta de mis dedos el interior secreto de sus emociones y zozobras, la cavidad en que se alojaba lo más puro de ella; percibí el pálpito de nuestro amor de manera distinta e intensa, lo que me permitió conocer a un ser humano como jamás en la vida lo conoceré.
Me llevó despacio y secretamente hacia su alma, viví por ella y su corazón lo hizo por mí, con lo único que ya le quedaba, la inmensa fuerza y coraje de su gran gran corazón. Algo que iba a sobrevivirla, de la misma manera que su presencia y su recuerdo. La vida se va, pero el poso permanece, una identidad femenina imperecedera. Mientras yo siga aquí, lo mejor de mi mujer latirá y será respetado.
—Cuando todo haya terminado —me dijo, ya postrada en la cama —, no dejes de coger mi mano nunca.

1 comentario:

Alba Teresa Porta Garcia dijo...

¿Y luego dicen que uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde? Tal vez. Pero existen pérdidas tempranas que dejan por lo que significaron antes una huella y sentimiento muchísimo más profundos que una relación de años, y años, que no dejan más que hastío y un profundo sentimiento de vida mal aprovechada, y eso si que causa arrepentimiento eterno.