Nulla dies sine linea

28 mayo 2011

Compañeros

Aquella horrible inmovilidad de sus últimos años fue lo más injusto de un hombre por naturaleza activo e intelectualmente inquieto como fue mi amigo Eduardo Ransome, mitad norteamericano y mitad español castizo por parte de madre, una castellana vieja, cruce habitual e histórico de esas tierras por cuyas venas corría la sangre morisca, judía y destellos celtas.
Probablemente el mejor periodista y filósofo que conoció esta región contemporánea y uno de mis mejores amigos, al que admiraba por encima de nuestro salto generacional y respetaba con recia lealtad; su final fue en la modestia y la suerte de no tener cerca a esa infame carroña rentabilizando lo trágico y haciendo morbo vendible de una agonía.
Recuerdo verlo postrado, pero con la firmeza de ánimo necesaria para dedicarme algunos minutos intercalados, ningún signo de demencia, miradas de soslayo afligidas hacia el pasado, recordando viejas conversaciones y pequeños grandes momentos; y yo evocando algunos de las mejores anécdotas que la noche y el soltar de lenguas de las bebidas espirituosas nos trajo. Y todo lo que aprendí con la amistad que nos enlazó mientras pudimos; la realidad no dicha de ser mi mentor, el oleaje de alcohol o la serenidad de las tardes atravesadas por una reflexión, el indolente caminar por las lúgubres avenidas del pensamiento, la realización de nuestros deseos y una profunda necesidad de amar unida al más provocador libertinaje sexual.

Nuestras conversaciones cruzadas y pausadas, también la excitación de creer haber descubierto el sentido intemporal de la existencia a través del fondo de un vaso, reíamos y nos abocábamos a lo eterno, hablando sobre mujeres que nunca tuvimos, desvelándome secretos de sus calurosas divorciadas, o éramos infantiles creyentes del amor eterno apegado a las sábanas, con la perfecta impunidad que nos concedemos cuando soñamos.
Venían a visitarnos por aquel entonces Nabokov, Onetti, Flaubert o Fitzgerald, y los sentábamos a nuestra tétrica mesa de fantasmas que tan vivos nos parecían, que eran de lo mejor que alguna vez curtió de tinta nuestra alma ávida de saber.
Determinadas novelas llegan con la edad, y hay algunas a las que les había llegado mi hora. Eso me decía, sonriendo, mientras me guiñaba un ojo de viejo perverso y me entregaba, resbalando por la mesa, un ejemplar de Lolita.
Sabía que el recuerdo de la dulce Mariana aún estaba muy vivo en esa habitación a media luz que es la memoria. Ningún hombre podría olvidarse de ella con total osadía, ni de ella ni de su pelo negro como el ébano y esos ojos tan oscuros que dentro de ellos podría habitar el mismo corazón de la noche.
Y así se mezclaba en realidades y recuerdos, cogiéndome como testigo, hasta acompañarlo a la desesperada perdición dichosa de una mujer a la que llamaba puntualmente a su puerta cada madrugada que se tornaba etílica, y yo, entre la sordidez y el hastío, veía asomarse esa visión, burdamente pintarrajeada, con la complaciente profesionalidad de una joven prostituta.

Me dejaba especial poso con lo que en sus momentos más certeros me apadrinaba: "A veces tienes que elegir entre el riesgo de la aventura o la estabilidad desconsoladora, el ansia de vivir lo que queremos, lo que podemos o lo que nos van dejando. Esto último se torna una realidad según pasa el tiempo, cuando las opciones van poco a poco desapareciendo y tenemos que escoger un camino tullido, amañado de antemano, con la única opción de la huida suicida hacia el desatino de la soledad o la servil resignación".
Me lo decía a mí porque se preocupaba, al verme con los resquicios de juventud que aún me quedan y tal vez con las mismas ilusiones que él un día tuvo, de que no corrompiera por nadie mi andar, que siempre tuviera esa luz firme en la mirada y pagar las facturas por ello, manteniendo en pie lo que ambos sabemos que somos, y creer en mí, creer como sólo él lo hizo, como ahora me siento en deuda de seguir nuestro estilo de pensamiento libre y vida voraz; ahora que se ha ido, dejándome con un dolor sordo en las raíces más hondas de mi ser.

2 comentarios:

Alba Teresa Porta Garcia dijo...

No había que puntualizarlo porque ya era evidente. Ahora es cuando las palabras se vuelven vibrantes y giratorias y rezuman colores, se vuelven espesas como pendientes en un cuarto tridimensional y se puede uno adentrar a caminar entre y tras ellas. Late mejoría, sin duda.

Roberto GRANDA dijo...

Espero que los años, la vida y las lecturas me lleven a escribir cada vez mejor.
Muchas gracias Albi, un beso.