Nulla dies sine linea

07 mayo 2010

El escritor

El viejo profesional, cansado y tal vez vencido, piensa en las historias que se pudo haber dejado en el tintero, aquello de lo que nunca habló o no se atrevió a abordar, si quizá queda algo por contar después de décadas dedicado a disfrazar o inventar la realidad, a pulir y narrar desenlaces que anidaban en su cabeza y también impulsadas por lo vivido; analiza si existe esa oportunidad de redimirse íntegramente, o si ya está todo transmitido en sus nueve novelas publicadas donde trató de comunicar mediante ficciones parte de su idea del ser humano y de la vida, con tintes autobiográficos y mensajes en clave escondidos entre las páginas de esos libros que miles de lectores devoraron.
Esa idea de saber si para él ya no queda nada por escribir le sacude al ver el ocaso imparable de su propio rostro cada mañana. Por eso busca probablemente una bala guardada en la recámara, algún extraño sentimiento dormido desde las entrañas de su infancia o su juventud, esa máxima expresión del ser humano que permanece inalterable aunque se hayan disipado los restos.
Escribe, intenta atar los últimos cabos consigo mismo y con su mundo; aunque a la hora de sentarse frente al ordenador, paralizado, ve su propio pasado con claridad, pero se encuentra con más recuerdos que posibilidades.
Tiene 74 años y una insuficiencia hepática fruto de demasiados excesos; y trata de evadirse de su nueva realidad forjando una historia, un epílogo, antes de encarar el último pasillo a la muerte; y allí está, entre la inmersión a su nueva obra y la bajada de telón, con un pie en dos mundos y en ninguno. Se desmorona. No quieren nacer las palabras, las neuronas ya no funcionan como antes, la fluidez ya no corresponde a la de los años del éxito y la habitual visita de las musas, cuando no paraba de escribir como un impulso, como la inevitable consecuencia de la vida.
Tal vez esta última historia se resiste. El borrador que comenzó trata de un joven en busca de un sentido a su existencia, y sólo logra encontrarlo poco a poco según va llegando al invierno de la misma. Pero eso ya lo abordó con notables repercusiones en su tercer éxito, desde otra perspectiva pero con idéntica base. También dedicó cientos de hojas a situar contextos históricos, a describir la piedad que le provoca un marido el cual su mujer nunca ha estado enamorada de él, a meter provocativas y demoledoras descripciones sobre la hipocresía humana, a renegar de la violencia y también a usarla para justificar actos o ponerle el cierre a un tormento, una piadosa venganza.
Todo había tenido cabida a lo largo de las páginas de sus nueve novelas y tres ensayos que editó. Todo lo que alguna vez le obsesionó: el sexo, las relaciones familiares a través de las generaciones, el precio que hay que pagar por la verdad, la posibilidad de tasar un dolor como si fuera un coste a largo plazo, las víctimas inocentes del egoísmo propio. Cree que ha sido un escritor consecuente con su entorno y con los lectores, y se da cuenta que una mala agonía de libro póstumo podría destrozar la reputación lograda en toda una vida.
El borrador no prospera por lo tanto desaparece, sin copia, sin edición de seguridad, como tampoco sus años tiene recambio; sabía que el tiempo podía expandirse o encogerse, y ser terriblemente implacable en la mayoría de los casos. Pero ya está demasiado lejos, el brío se le empezó a escapar como agua de entre las rendijas de las manos, imposible de contener. Ya no cree que existan más personajes a los que dotar de sentimientos y miedos. Para él lo más fascinante era poder crear criaturas que sólo existían en su cabeza, construidas a base de pedazos de la personalidad de otras muchas reales, como un doctor Víctor Frankenstein cargando en porciones su obra impresa y ficticia de trozos sangrantes de la realidad. Pero ahora sinceramente sólo espera una digna expiración de ese proceso de desarrollo y contradicciones que fue él.

Se despierta envuelto en sudor, sin que nadie se lo diga presiente que se acerca el final. Entonces algo, una llamada de los fantasmas vivos desde lo más profundo de su memoria agazapada, le inquieta y le invita a la insumisión. Se levanta con una mezcla de rapidez e inercia mal contenida. Son las tres y media de la mañana, pero ya no siente como si el suelo desapareciese bajo sus pies; ha llegado la hora del ajuste de cuentas, maldita sea. Determinadas cosas no deben morirse con uno dentro, acompañarte a esa eterna oscuridad como secretos perversos. No dejará nada para los gusanos, es una cuestión de justicia humana. Vuelve ese horrible sentimiento de traición como nunca, golpea sobre su sien con la fuerza imparable de la primera vez. Ya no estará cuando tenga que dar explicaciones. Envuelto en un torbellino de deseos y desesperación, el escritor se sienta con furia sobre el ordenador. Y escribe.

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