Nulla dies sine linea

20 abril 2009

Viaje

Algunas situaciones de increíble autenticidad se presentan de lo más improvistas que uno se pueda imaginar. Reaccionar ante ello es difícil, es igual que cuando alguien dice un comentario comprometido en familia sobre uno de los miembros, y los demás se debaten entre ponerse de perfil y silbar pajaritos o meter baza de una u otra forma.
Viajaba en un tren nocturno rumbo a Zaragoza, cómodamente dispuesto sobre una de las literas, concretamente la inferior, sin más pretensiones que pasar dignamente la noche y así al abrir los ojos me encontrara ya en la estación de llegada. Hallábame yo recién instalado, metido en esa impersonal cama con uno de mis más emblemáticos pijamas de rayas cuando pican a la puerta del compartimento un par de veces, pequeños nudillazos intermitentes. Me incorporo dubitativo y al abrir compruebo que detrás de la puerta se encuentra uno de los acomodadores, revisores, o cómo se les designe al personal currante del tren. Dice que hay un error en la distribución de los compartimientos (creo que eso fue lo que dijo) y que va a ocupar un hombre esa misma habitación, es decir, deduzco que la litera de arriba. Pongo cara de escepticismo y me encojo de hombros. Ya dormí con extraños alguna vez en aquellas infernales acampadas de festivales musicales donde sabias con quien llegabas a la tienda el primer día pero no con quien acababas.
Por detrás del botones (yo lo llamaría así) aparece el tipo en cuestión. Un hombre bajito, moreno, de mirada esquiva y hombros encogidos hacia delante. Lleva un traje gris marengo que no favorece demasiado su cuerpo escuchimizado, y una pequeña bolsa de viaje colgando de su brazo derecho. Le saludo con un escueto “Hola” y él responde con un alzamiento de cejas bastante impersonal. Cuando el hombre que nos presentó cierra la puerta tras de sí prosiguen en el interior unos segundos de extraño silencio, con el recién llegado plantado en mitad de la habitación con la vista puesta en el suelo. Yo dijo un “bueno”, y me muevo dándole a entender que regreso a recostarme en mi litera. Cierro los ojos una vez echado y noto como comienza a deshacer su bolsa. Luego sigue un ruido de ropa revolviéndose y finalmente accede despacio a su elevada parte de colchón.
Estiro el brazo para apagar la luz, y me alivia notar que el tren en movimiento promulga un arrullador sonido que impide un absoluto silencio dentro de nuestra noche. Busco la postura fetal para entregarme a Morfeo, y voy pensando en la tediosa reunión que me espera al día siguiente, antes de caer en la cuenta de que llevarse las inquietudes del día futuro a la cama no es buena idea si se intenta conciliar el sueño. Da vueltas la imagen del arrogante y trepa secretario de la oficina de mi destino cuando percibo un leve crujir metálico proveniente del piso de arriba. Le sigue un pequeño jadeo y a continuación el sonido de un esfuerzo muscular se hace permanente y rítmico. Empiezo a notarme incómodo y me pongo totalmente rígido, estirado sobre las sábanas. El golpeteo en aumento que invade mis oídos me hace entender que mi compañero ha decidido darle rienda suelta al onanismo. No me acabo de creer del todo que ese hombre callado y desconocido se halla sacado la bisectriz tan guapamente en el compartimento que compartimos—de ahí, supongo, su nombre—y le esté dando rienda suelta al manubrio. Comienzo a poner caras de circunstancia en la oscuridad, como un gato en un garaje, y empiezo a cambiar de color, mientras intento hacer el mínimo ruido posible. El traqueteo del tren amortigua el rechinar de somieres del que estoy siendo testigo. Yo estaba apunto de reventar, rojo, congestionado de la sensación entre el pudor y la expectativa. Jadea el tipo en un tono más sonoro y luego comienza a respirar con dificultad, hasta quedar totalmente en silencio. Me hierven las sienes y tardo bastante en dormirme, presa de una inmensa incertidumbre entre la congoja y la incredulidad.
Cuando me despierto con el toque informando que estamos llegando a destino, mi compañero ya está vestido y recogiendo su bolsa. Intento no mirarle a la cara. Me da los buenos días cortésmente y se los devuelvo algo dubitativo. Al arreglarme para salir, se paró en medio de la puerta y me dijo, sinceramente risueño: “Ha sido una noche tranquila”. Salgo rápido por el pasillo del vagón con una expresión de tímido terror gradual en mi rostro. Y que lo digas majo, y que lo digas.

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