Nulla dies sine linea

27 abril 2009

Está ahí

En la urbanización que cobijaba nuestras existencias, Sandra tenía siempre una luz encendida tres casas más allá, en la acera de enfrente. Era la luz de su habitación, donde había creado su mundo propio, como un apéndice de su cabeza.
Todo lo que hablé con ella, todo lo que llegue a intercambiar sin ser del todo consciente fue acumulándose a lo largo de los años hasta alcanzar el apogeo en aquella tarde nublada en la que se encontraron nuestros caminos entre la derrota y el optimismo, entre las lecciones con breves palabras y el cariño perdido que se renueva con los avatares del destino.

Desde bien pequeños se forjó entre nosotros una curiosa amistad que tenía el encanto especial de la inocencia desinteresada. Nuestros padres dialogaban mientras ella y yo jugábamos, ajenos y desconocedores de esa cosa por entonces tan absurda llamada amor. En el parque la cuidaba y la protegía, reía con ella y sus ingeniosas ocurrencias de niña, y me resultaba mucho más interesante y divertida que la mayoría de los chicos con los que, en las largas tardes de primavera y verano cuando los días eran eternos, nos dedicábamos a embrutecernos y hacer todo tipo de excentricidades infantiles.
Con el paso de algunos años, casi sin darnos cuenta, el mundo se nos abría en un abanico más amplio que aquella plaza y el parque, que las aceras donde caminábamos y que al hacerlo abandonábamos sin saberlo poco a poco pedazos de nuestra niñez. Siempre intentaba sacar algún momento en la semana para acercarme hasta la luz de su ventana, picar en sus dominios y contarnos las cosas que nos iban sucediendo. Era lista hasta el pasmo, llena de vitalidad, de energía canalizada en las cosas que amaba.
Nunca me paré a pensar si estaba enamorado de aquella sonrisa de muñeca, pero los dos dábamos por supuesto que cualquier paso más allá de nuestra especial relación acabaría definitivamente con ella. Admiraba su lucidez entrando en la pubertad, y charlábamos muchas noches según íbamos creciendo, compartimos todos los puntos de vista, congeniando hasta el asombro. Una de esas noches, entrando ya en esa fase de la juventud donde todo se vuelve confuso y difícil, en su terraza hablando bajo el humo de los primeros cigarros temerarios, tenía una especial locuacidad mientras yo permanecía un tanto desinteresadamente ajeno a sus palabras.
—Lo que esperamos de la vida no es otra cosa que lo que no conocemos. Cuando tengamos veintipico años seguro nos acordaremos de esta edad, pero desearemos otras cosas. Vamos siempre hacia delante, sin detenernos ni un segundo, buscando encontrar lo que no tenemos.
—Yo tengo un peta en el bolsillo—reí incauto, sin saber por qué, sin valorar sus palabras que vislumbraban la mujer que un día llegará a ser.
Se encogió de hombros y puso la mirada perdida en un punto a lo lejos, como hacía siempre que se introducía a pensar en alguna cosa suya, meditando.

Y mi obstinada estancia en el mundo dio un vuelco con 18 años cuando conocí a la persona que me hizo cambiar de una forma desmedida. Leticia fue como un mazo al corazón, una luna bajo la hierba fresca que llega sin avisar y que inunda todo con su luz. Enamorado al instante, perdiendo la cabeza por el amor que ella a su vez me profesaba. Todo mi mundo pasó a erguirse alrededor de su figura Intenté llevar las riendas, que no se me desbordara la situación de aquél sentimiento tan intenso como nuevo, pero las ilusiones eran tan ilimitadas que no se atisbaba techo alguno en nuestras esperanzas.
Pronto me percaté que ella sentía algún tipo de celos por Sandra, por nuestras frases especiales, las sonrisas sin intención, las conversaciones cotidianas. Mis tapa ojos que artificialmente me creé me llevaron a un distanciamiento paulatino de mi amiga, pero en los reencuentros por nuestra calle o las veces que compartíamos unas cervezas notaba que a la hora de la verdad nada cambiaba entre nosotros, me sentía yo al oírme a mí mismo hablar, y le abría mi corazón y le exponía la felicidad que sentía, desmembrando la situación. Como un acuerdo del destino, ella se enamoró de Óscar, un chico de dos cursos superiores en su recién estrenada facultad. Pude conocerlo y relacionarme con él, y nunca fue suspicaz a nuestra amistad. Nunca la vi tan ilusionada, tan contenta por aquello que no teníamos y que encontramos. Óscar entendía a Sandra como un libro abierto, aunque sospecho que no llegaba a comprender del todo el significado de algunos pasajes, de los recovecos de su personalidad y que yo, precisamente porque nunca la vi como un amor, conocía a la perfección.
Las veces que nos veíamos Sandra y yo fueron cada vez menos, pero, con los típicos problemas de las relaciones, nos juntábamos en aquel rito ancestral de su terraza y poníamos a parir a nuestros respectivos en el agravio, analizábamos la controversia y nos reíamos o nos dábamos consejos mutuamente.

En los últimos meses fuimos encaminándonos conjuntamente hacia el dolor.
Tres años con Leticia en los que pude experimentar todos los angostos, complejos y tergiversados procesos que llevan a dos personas desde la cumbre al borde del precipicio, y desde ahí hasta la caída final, como torres de naipes que se desmoronan, y te paras a preguntar cuál era en verdad la naturaleza de aquellos cimientos, la estabilidad de su base. Puedo afirmar que hice todo lo que estuvo en mi mano para agarrarme a cualquier saliente en la caída, pero finalmente no pude impedir el epílogo de lo que para mí significó todo desde la mayoría de edad y los 36 meses posteriores.
La tarde borrosa que me hice a la idea de mi derrota, el cielo amenazaba lluvia sobre la urbanización y hacía un extraño calor que hacía sudar las entrañas. Había perdido lo que no conocía pero que al hacerlo me hice a la idea de que no quería vivir sin ello. Sin saber del todo el motivo, Óscar reventó el corazón de Sandra en un alarde de estupidez masculina, y seguro se sentiría triste y ligeramente traicionada. Me enteré por una llamada suya por la mañana. Hacía casi dos meses que no nos veíamos, distanciados y sin tiempo para el bien conocido. Supuse que la luz de su habitación estaría ahora iluminando un cuerpo tendido sobre la cama, absorta en alguno de sus discos de soul o sollozando con esa integridad que aún así la solía caracterizar.
Salí a la calle, con paso confuso y quebrado. Recorrí varios metros y sentada en la acera, con las manos apoyadas en las rodillas, estaba Sandra, a la puerta de su casa. Parecía que ya le había pasado el momento de llorar. O quizás no le llegó nunca. Estaba tristemente preciosa a la luz mortecina del atardecer, dándole unas caladas a un cigarrillo. Me senté pesadamente a su lado y la miré a los ojos en silencio. En ellos leí una solidaridad cómplice. Y en silencio dejamos transcurrir varios minutos, sintiendo una derrota destructiva recorriendo las avenidas, las calles, la plaza, hasta el lugar en el que nos encontrábamos, penetrando dentro del cuerpo.
—Y ahora, ¿qué esperamos de la vida?
Alzó la vista por encima de mi hombro hacia algún lugar del horizonte, sonrío levemente, como una brizna de aire inapreciable y dijo:
—La vida nos espera.

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