Nulla dies sine linea

22 abril 2009

Radiante



Si no la hubiera visto esta tarde hubiera seguido con la certeza de que no resultó ser más que una prolongada resaca. Ya me había olvidado del resonar de los corchos de las botellas y el esplendor de los focos y las risas. Ya me había olvidado del último amanecer y de las portadas de los periódicos.
Qué cercano volví a sentir el recuerdo de Sara, al vislumbrar a los lejos su larga melena rubia, la inconfundible melodía de la forma de su cuerpo. La conocí cuando era lo suficientemente bella e ingenua para que aquella combinación fuera una puerta abierta a sucumbir ante un camuflado mar de defectos. Me quedé prendado de ese rostro singular de la misma melancólica manera que lo hiciera de la trompeta de Chet Baker. Ella quería ser una mujer de mundo sin haber probado aún muchos de los placeres que sus sombras esconden. La inocencia altruista era la mayor incitación al deseo desmedido. Y la prefería así, arrogante pero cándida, con la sonrisa pintada de juventud, cuando su pelo era más brillante que ella misma.
Luego se sucedieron aquellas madrugadas inmensas que evocan su recuerdo un pasado mejor. La llevé de la mano por los lugares que solía frecuentar y acabó adquiriendo más fama y glamour por sí sola. Se devoraba a tragos la noche, quedando muchas veces a rebufo, agotado de su vitalidad, de su inmensa seguridad en sí misma que iba poco a poco ganando. Era la gran estrella de una época donde los locales de la ciudad estaban en su mayor apogeo. Ambientes selectos, bebida cara, trajes a medida. Todo a sus pies. Su cuerpo era una trinchera que abierta de par en par resultaba ser una tentación volcánica. Para las mujeres era un tan distante como general foco de envidias y recelos, adquirió una mirada penetrante y decidida de una intensidad que causaba rechazo. Juntos fuimos por ese sendero de marcada pendiente. Descendiendo irremediablemente a una espiral de noches enfermizas y resacas disuasorias entre el amor volcánico y las discusiones agrias como nuestro aliento al despertar. Algunas habitaciones de Hotel aún se acuerdan de nosotros y el inusual fuego que ardía testigo de una época irrepetible. Y yo no puedo contar el número de camareros y camellos con postín que llegaron casi a formar parte de la familia.
Pero nos queríamos demasiado, con todo y a pesar de todo. De la misma forma éramos repelidos y atraídos; y en largas temporadas de retiro volvíamos a ser una pareja donde ella recobraba toda su primeriza ingenuidad.
Cuando una fiesta en la casa de verano de unos amigos terminó trágicamente con un fin anunciado rayando el alba, Sara siguió su camino para convertirse en la reina de los bulevares y los ricos elegantes con disimulada afición al ocio nocturno. Saltó a la palestra de las revistas de actualidad con un sonado idilio frente a un conocido empresario, y de ahí a copar páginas de prensa fue un paso.Y los años la fueron llevando sin rumbo de un brazo a otro, de vez en cuando me enteraba de sus andanzas por algún medio.
Radiante igual que siempre, así la vi descender esta tarde por las escaleras del hotel donde yo acudía a una recepción y se juntaba lo mejor y lo peor de la ciudad. Y veo sus ojos, aquellos de color indeterminado que los hombres que se habían enamorado de ella no lograban olvidar. Me ofrece una cálida sonrisa, desde la cumbre de cristal en la que se encuentra, aunque ninguno de los dos creamos ya en las luces de neón, en los taxis urgentes a la salida de los locales; pese a que nuestro mundo haya cambiado y aún tengamos presentes el año del comienzo, perdidos en la incertidumbre, atenazados por el miedo cuando nuestras pasiones eran jóvenes, sabiendo que nuestras vidas tarde o temprano serían separadas por la fuerza del desgaste, pero sintiendo algo irrepetible, extrayendo de cada beso un significado que nunca había tenido antes y que nunca volvería a tener.

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