Nulla dies sine linea

24 septiembre 2010

El extranjero

Limpiamos sus casas, cuidamos de sus niños y de sus ancianos, los más afortunados jugamos en sus equipos de fútbol y nos aclaman como héroes, los menos recogemos las basuras por las noches o damos manguerazos a las aceras. Ponemos los cafés o sacamos brillo a los portales. Sacamos adelante empresas con mucho trabajo, poco salario y ninguna queja. Pero aún así aún noto cada día miradas de recelo, presencias incómodas, sentimientos prejuiciosos. Algún tipo de tensión siempre está presente en el ambiente, a pesar de las buenas palabras de una mayoría, de las sonrisas y las cordialidades.
Al quedarme embarazada con 17 años no tuve opción. Si quería que mi hijo tuviera alguna oportunidad, tenía que irme a Europa o a Estados Unidos. España fue la mejor alternativa por compartir el idioma. Ya saben, los restos del imperio. Había que ganarse la vida como fuera. El trabajo más miserable sería mejor que quedarse en una tierra asfixiada y sin futuro, expuestos al hambre o a las inclemencias naturales, mendigando el pan y la libertad. Yo era capaz de todo con tal de darle una oportunidad al niño que crecía en mis entrañas, un corazón que palpita un poquito más rápido. Por eso con gran coraje me subí a aquel avión que volaba hacia un porvenir incierto pero con el alma cargada de esperanza.
No fue fácil al principio que dieran trabajo a una embarazada. Pero un hombre de inmenso corazón me ofreció entonces un puesto detrás de la caja de un supermercado, mientras estuviera en disposición. Recuerdo la primera sonrisa del recién nacido. Veía la luz del mundo lejos de su país pero ahora tenía uno nuevo. Lloré de felicidad por esta oportunidad que se nos otorgaba. Los años, la integración y el acomodarse, por desgracia, nos esconden los rasgos. Lo que fuimos y somos, de dónde venimos. La sensación de estar en casa ajena y algún arrebato de sinrazón y odio.
El venía del colegio como un día más. No provocó nada, no intervino de mala manera. Tan sólo aguantó una mirada que hizo saltar la chispa. Una chispa que resultó ser mortal. El que lo hizo era un chaval joven, que le atestó una puñalada al tiempo que lo llamaba “panchi de mierda”. Mi hijo tenía 15 años.

1 comentario:

ESGARRACOLCHAS dijo...

Salir de la sartén para caer en las ascuas. Muy buena la historia.
Un saludo