Nulla dies sine linea

24 septiembre 2010

Ciudades


Cruzo una ciudad desierta en la madrugada, con el coche deslizándose sobre el asfalto, pasando los semáforos en rojo ante la visión de nadie en la carretera. Así es cómo imaginaba que sería, una noche cualquiera, una lluvia fina que empapa los edificios y el ambiente, una jornada sin nombre ni calendario ni importancia. Después de tantos años regreso a la ciudad donde estás, sin saber ciertamente lo que me voy a encontrar.
Tiendas cerradas, oficinas en oscuridad, avenidas desiertas como tiempo congelado, hay frío en el ambiente, un nudo en la entrada del corazón.
Era tan joven cuando te dije adiós, aferrado a mi independencia y mis escapadas, queriendo conocer el mundo, mi vida era una fiesta, jugando con tu amor y despreciando todo lo que tenía y me regalabas sin condición, con desdén y afán de ímpetu juvenil y vivía para ganar; tú sólo querías que me quedara, madurar juntos, me contemplabas en silencio y sufrías interiormente por saber que perderme era cuestión de tiempo. Sin embargo cuando el mundo me comenzó a parecer un lugar hostil y miserable empezaba a pensar en aquello que en realidad me importaba más de lo que parecía. Simplemente no podía verlo. Luego con el paso del tiempo y la acumulación de los fracasos valoraba con más fuerza esos brazos que correspondían sin preguntas, ese amor callado y sincero de quien todo lo entrega, esas noches de verano en un banco del camino contemplando las estrellas, sintiendo la brisa del mar y queriendo fundirnos en esa sal y esa espuma. No conseguí ni la libertad ni la sabiduría. No soy más sabio que hace diez años, sólo más cansado, aborrecidamente desengañado.
Ahora conduzco hacia tu casa, de la dirección que he conseguido, y no sé si amarás a otro hombre, quién compartirá tu vida, cómo te ha tratado el tiempo, tal vez si me reconocerás. Uno no se presenta después de tantos años en la puerta como si nada y dice hola qué tal. Pero sabrías que no habría noticias ni llamadas, que si alguna vez aparecería iba a ser de esta forma, volviendo a llamar a tu puerta, buscando en tus ojos las respuestas. Ignoro lo benévolo que han sido las estaciones contigo. Yo mantengo en mi memoria tu rostro tal y como ha estado desde la última vez, en un instante sin tiempo, insoportablemente bello.
Subo al trote las escaleras hasta tu piso, no puedo soportar la calma indiferente del ascensor, y exhausto me detengo ante tu puerta. Demasiado tiempo. El corazón quiere revolcarse por su cuenta. Le doy al timbre. Retumba en el interior. ¿Quién es? Es tu voz, parece tu voz. Murmullos al otro lado de la puerta. Oigo la voz de un niño que pregunta, la voz de un hombre maduro que dice ya abro yo. La única sensación que me invade mientras retrocedo es la de sentirme idiota, de haber tirado una vida mientras tú construiste la tuya, y ahora es tan tarde que la juventud, desde la lejanía, se ríe de mí.

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