Nulla dies sine linea

09 diciembre 2010

Promesas

Apuraba el último cigarrillo con aura ausente, mientras pensaba en Carmelo y cómo le había llegado el final, tan embadurnado en su propia mierda, con aquella templada agonía, y pensaba en aquel relato de Cortázar, El perseguidor, mientras algunos viejos acordes del saxo de Charlie Parker resonaban en mi cabeza.
Ella había estado con Carmelo en su caída, pero en los momentos finales, cuando ya descendía inevitablemente la cuesta hacia su propia e inminente perdicción, cuando no había nada que rescatar de aquel ente alcoholizado y mugriento, entonces se largó por la puerta sin mirar atrás y si te he visto no me acuerdo. Él murió sólo, en la oscuridad, y en los días que precedieron al epílogo seguro pensó en la naturaleza de aquella mujer, que era sin duda la naturaleza de todas las mujeres que vinieron antes, resumen genético de miles de años de evolución, de observar en silencio, de aprender a sobrevivir. Aquella mujer llevaba en su sangre todo el proceso de las que como ella poblaron la tierra en la noche de los tiempos, de las generaciones que escondía su mirada.
Sabía que podía ofrecerle su apoyo eventual o una cálida compañia, pero su propia naturaleza le haría abandonar el bote cuando él se precipitara a la deriva. Para no estar ahí en su final, para no ser arrastrada.
No estuvo presente en el funeral, para evitar miradas que acaso escondieran un reproche por haber dejado a un hombre morirse en su propia desesperación.
La vida me ha enseñado algunas cosas de manual. Los hombres pueden ser crueles por ignorancia, por bondad, por idiotez, por inocencia. Una mujer lo es a sabiendas de su propia inteligencia, de sus cálculos, de una fría resolución a sus intenciones; capaces de mentir con insólita sencillez, como si fuera su única labor en este mundo.
Cuántas veces le habría jurado ella nunca te dejaré, estaré contigo pase lo que nos pase. Pero el hedor del aliento noche tras noche, las vomitonas y los llantos de madrugada jornada tras jornada no son fáciles de soportar para cualquiera. Y su marcha aceleró el abismo. Ebrio de éxito y dinero, no había sabido administrar su propio triunfo, destruyéndose a sí mismo; y su adicción era tan grande que de nada servía esconderle las botellas, pues podía llegar a mezclar alcohol etílico con limonada.
La noche que marchó, intuyó lo que iba a ocurrir al sentirla de madrugada en el salón, y la miró despacio, a los ojos, de forma instintiva; y ella permaneció callada, con una afirmación resignada en los ojos, un silencio que no necesitaba palabras que justificasen lo inevitable.
Todas las mujeres que han exisitdo alguna vez, pensé con amargura, han hecho promesas semejanes. Te querré siempre. No habrá nadie más. No te abandonaré nunca.
Pero la vida y ese instinto atávico siempre van por delante de pasiones momentáneas. Y la manera que tienen de volver, cuando les interesa, la espalda a la realidad. Seguras de algo, de una creencia, de un ideal, de un supuesto que tal vez sólo tiene sentido en sus cabezas, renuncian a la razón y a cualquier tipo de explicación. Simplemente es negado, aplazado, puesto aparte como si su mera consideración atentara contra la armonía de un conjunto cuya perspectiva real solamente ellas conocen. Para una mujer algo es así y punto.
Por eso Carmelo se endiñó aquella botella con pastillas cuando ella se fue, en un intento de suicidio que era como un último grito. Pero sobrevivió a su pesar y vagó por la casa durante algunos meses más, totalmente desaliñado, sin preocuparle nada, quemando los últimos cartuchos de aquella pequeña fortuna. Y el amor salta por la ventana. Sin nada a lo que aferrarse, Carmelo anduvo a horcajadas sobre su propio fracaso, sintiéndose vencido, abandonado, sin fuerzas para intentar el brote de una esperanza o una salida.
Pienso en el día que se conocieron. En la primera vez que estuvieron juntos. Cómo se buscaban como si llevaran toda la vida esperándose, esa mirada que vibraba en los ojos de él, el largo abrazo que los acogía. Todo esto ve viene a la cabeza apurando el último cigarro, con un vaso de whisky de Malta en las manos, paladeando los recuerdo, que me han asaltado al verla en la calle de la mano de ese hombre con aspecto elegante. pasó inexpresiva a la luz de las farólas del crepúsculo, sin mostrar señal de reconocimiento. Pero sí me conoces, pensé. Pues claro que me conoces. Tal vez tu fingida ignorancia se deba a lo que Carmelo te dijo una de las primeras noches en que empezaba a percibir que no podía evadirse de la botella, y que él me contó poco después.
Estábais tumbados en la cama prácticamente a oscuras, con una luz mortecina entrando por las rendijas de la persiana. La noche anterior Carmelo apareció en un rincón, casi etílico y desorientado, totalmente confuso, sin recordar nada. Tú tenías su mano sobre su pecho y podías sentir los latidos de su corazón, en aquella quietud dada a la reflexión.
Si algo pasa—dijo él de pronto—. No me dejes morir solo.
—No hables de eso —murmuraste, con expresión grave —. Eso no va a ocurrir
Él permaneció un momento sin decir nada, apoyada la cabeza sobre la almohada. Y sintió la sequedad en la boca, una punzada en la boca del estómago y el regusto amargo del alcohol en la boca.
—Jura...que no me dejarás...morir solo.
Lo dijo muy despacio, y su voz era un susurro. Estuvísteis un rato inmóviles, escuchando la lluvia. Después asentiste con la cabeza.
—No te dejaré morir solo
—Júralo.
—Te lo juro.

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