Nulla dies sine linea

15 julio 2010

En tierra

No sé si fue el mejor pero sin duda es el que más aparece grapado a mi memoria con la evocadora fuerza que ensalza un recuerdo, el apego de una visión, una playa y el tacto de un cuerpo; el olor fresco del mar, la cálida brisa. Fue el verano en el que el hombre llegó a la luna, y sentada por la noche en la arena, contigo rodeándome con el brazo mientras el mundo cambiaba, en ese silencio respetuoso de un pueblo inundado de estrellas, la sorda complicidad de no decir nada entre nosotros al mirar en la madrugada el firmamento, más fascinante que nunca, un cielo inmenso y pensando que yo estaba allí abajo y en ese círculo plateado que era la luna unos hombrecillos posaban su pie. Fueron momentos mágicos bajo la bóveda celeste, con esa plácida felicidad, sintiendo el peso de la humanidad y sus logros sobre mis párpados enamorados, nosotros tan piel contra piel, protegidos por el rompeolas del tiempo, del que creíamos nuestro aliado, y ese verano la luna y yo dejamos de ser vírgenes para nunca volver a ser las mismas.
Ahora que soy lo que los jóvenes llamarían una señora, con sus cincuenta y muchos, saber que no te volví a ver y cuántas estaciones trascurrieron desde entonces, cuántos cientos de miles de mareas se sucedieron en esa playa, barriendo con su lengua de agua los restos de lo último que fuimos, de la última frontera que separaba al hombre de lo inimaginable y a mí de la madurez. Y es que hubo conjuros de eternidad y abrazos tan agresivamente sinceros que yo llegué a olvidarme de que ese verano terminaría. El invierno y el tiempo se encargan de poner hielo de por medio en las relaciones. Tal vez tomé la decisión equivocada al irme. Sólo sé que el cielo ya nunca fue igual.
Pero haciendo un repaso de lo que ha sido mi vida ahora y desde entonces, en la vuelta de los calores y al empaparme de evocaciones cuando ya me había dejado resbalar por el olvido, es inevitable que mi fuero más interno repita la interminable pregunta sin respuesta, ¿qué hubiera pasado si…? Demasiados interrogantes y demasiados supuestos para una existencia donde sólo tenemos una oportunidad, donde las segundas ocasiones siempre llegan con un cuchillo escondido dentro de la bota; ese tiempo que nos dice que tan difícil es recuperar lo perdido como llegar a vivir en la luna. Pero tengo el recuerdo a pesar de esa pregunta maldita.
Mi hijo adolescente, en su círculo de amigos, se refiere a mí como “su vieja”. Tal vez veranos como ese y su imborrable memoria son los que me ayuden a ir tirando y a sonreír cuando me seduzca poco a poco la vejez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno si señor :)
un besitooo