Nulla dies sine linea

07 julio 2011

Los ojos abiertos

Lo cuento porque es una manera como otra cualquiera de liberarse. Ni mejor ni peor. Yo también tengo mis manías y mis cositas que si no hago, después no me dejan dormir. Viejos conocidos con los que ajustar cuentas, o ajustármelas a mí mismo si es necesario. Peor sería roncar a pierna suelta sin sentir ningún tipo de remordimiento, creer que el mundo es únicamente de color azul turquesa y dar de regar a geranios de papel, mientras pensamos ingenuamente que a nuestro paso a nadie hacemos daño, que no hay víctimas en las cunetas.
Hoy creo que le toca a ella, es hora de hablar de esa historia. Mucho tiempo sin confesarme.
Ella tenía esa forma de encarar los días, con furia, pasión, templanza…que a mí me dejaba de una pieza y admiraba profundamente. Sabía cómo tratar a los tontos, y cómo tratar a los listos. Los chulos de discoteca y los zoquetes de la manada apenas ya la rodeaban porque no era de las que se dejaban querer por gente de esa calaña. Tenía una mirada que podía ser cálida como un abrazo o dura como un madero de labrar.
Yo la conocí (después de mirarla durante semanas) porque le puse un par, porque a veces hay que arriesgar y porque es mejor jugársela a quedar como un panoli que pasarse los restos preguntándose qué hubiera acontecido de no haber estado a resguardo como un cobarde, sin apostar. Por eso me puse la vida por montera, puse a su vez cara de bueno, fui hacia ella seguro y preciso, y le dije “Hola, muy buenas” con una decisión y desvergüenza bastante admirables.
Tengo que matizar que era un chavalín con más ganas que empeño, y en eso del amor (y su divertida variante, el sexo) era un maestro de la más perfecta ignorancia. Pero estaba dispuesto a ponerle remedio con ella y por ella. Me encontró perfecto y adorable, o gracioso y bonito, que no es lo mismo. Con esas caderas en las que no se ponía el sol yo por mi parte encontré noches que creo que aún me duran. Tan contento de mi suerte y escuchimizado, ella igual que una soberbia modelo de revista y todos los guapitos moscones alucinando al darse cuenta de que me quería a mí, mirándome con mala envidia reprimida.
Y, con extrema despreocupación, dedicaba algunos de los momentos en que aquel prodigio de la naturaleza quería estar conmigo a emborracharme y vivir sin pensar, que es la manera más fácil y más feliz de vivir, aunque también la más idiota. En esa edad emergente en que cada noche te fascina como la mirada alucinada de un recién nacido ante los nuevos sonidos e imágenes, yo andaba un poco desentendido, insumiso, dispuesto a conocer los oscuros placeres de la madrugada y las botellas, de la camaradería de los amigos y las buenas anécdotas que provocan el descontrol y los excesos, sin más alicientes que la sobrentendida pretensión del alistamiento al descarrío. Descuidando el amor que tanto me llenaba, no pensando en las probabilidades de la pérdida.
Y esa mujer, radiante, preciosa como un zafiro sin pulir y mucho más preparada que yo para afrontar la vida, me miró un día a los ojos resacosos y me dijo que debíamos terminar aunque eso le quemaba más que un fogonazo en el pecho; y lo dijo con una brizna de sincera tristeza que a mí se me encogió el corazón y empecé a pagar el sucio peaje de la existencia, del arrepentimiento cuando haces daño sin querer. Ya al salir de su casa era una sombra entre las farolas, sólo unos pasos que se alejaban por la calle; y maduré de repente, cuando de un momento a otro, de la noche a la mañana, pierdes.
Por eso lo cuento y aunque no alivia, me ayuda un poco a no permanecer, cada vez que intento dormir, con los ojos como platos, pensando en la mujer que perdí por no saber quererla ni yo saber estar, y ahora que ya tengo más de los treinta de rigor no hay un sólo día en el que no cambiaría parte de mi vida por volver junto a ella.

No hay comentarios: